Las críticas de Daniel Farriol:
Ciclo-Retrospectiva Hiroshi Teshigahara
La trampa (1962)
La trampa (Otoshi-ana / The Trap / Pitfall) es un drama japonés, con elementos de fantasía, que está dirigido por Hiroshi Teshigahara y escrito por Kôbô Abe, adaptando una obra escrita para televisión bajo el título «Rengoku». La historia sigue a un minero que vaga en busca de trabajo acompañado por su hijo de corta edad. Durante este deambular llegará hasta un extraño pueblo fantasma donde solo vive una mujer que regenta una pequeña tienda de caramelos. Allí será atacado por un misterioso hombre de traje y guantes blancos… Está protagonizada por Hisashi Igawa, Kazuo Miyahara, Sumie Sasaki, Sen Yano, Hideo Kanze, Kunie Tanaka, Kei Satô y Kikuo Kaneuchi. La película ha podido verse en el Festival de San Sebastián 2023 dentro de la Retrospectiva Clásica que han dedicado al director.
Entre el realismo social y el cuento de fantasmas
El debut de Hiroshi Teshigahara en el largometraje de ficción y su primera colaboración con el escritor Kôbô Abe se saldó con la película La trampa (Pitfall), cruce imposible entre realismo social y cuento de fantasmas que el propio director describió como «documental de fantasía».
Esta poderosa primera obra anticipa muchas de las constantes vitales del cine futuro del director, tanto en lo estético (fotogramas congelados, ausencia de sonido ambiente, encuadres insólitos, movimientos de cámara elegantes…) como en lo temático (la alienación del individuo, la pérdida de identidad, el absurdo de la existencia…), esto último claramente influenciado por la literatura simbólica de Abe. Para entender el revolucionario cine que hicieron juntos, ambas mentes pensantes resultan indivisibles de la tercera pata de la silla, el músico Tôru Takemitsu, quien otorgaba estabilidad a sus respectivos universos creativos mediante paisajes sonoros de tonalidad espectral que recuperaban elementos rítmicos del teatro Noh combinados con la libertad melódica del jazz.
Teshigahara fue un autor adelantado a su tiempo que, sin embargo, reflexionó profundamente sobre la sociedad japonesa de posguerra en la que le tocó vivir. Fue coetáneo de los cineastas de la nūberu bāgu (nueva ola japonesa) de los años 60 y, aunque sus películas no pueden quedar encorsetadas bajo un mismo movimiento colectivo, son evidentes las conexiones con Shôhei Imamura o Nagisa Ōshima, ya que también estaba fascinado por el cine europeo que se hacía en aquellos años, en especial, los cineastas franceses de la nouvelle vague, pero en su caso, también por otros autores como Luis Buñuel, Michelangelo Antonioni o Ingmar Bergman.
El pueblo fantasma
La trampa (Pitfall) nos traslada hasta la región de Kyûshû, en el sudoeste de Japón, zona duramente golpeada durante la Segunda Guerra Mundial por la bomba atómica lanzada sobre Nagasaki y cuya industria minera se vería afectada también por diversos desastres que empobrecieron la zona, algo que ya retrató el citado Imamura en una de sus primeras películas, Mi segundo hermano (1959). Esas apreciaciones nos sirven para contextualizar mejor el filme de Teshigahara que se centra en las peripecias de un minero buscavidas al que no se le da nombre (Hisashi Igawa), el cuál viaja acompañado por su hijo (Kazuo Miyahara), en busca de una prosperidad que no le facilitan los trabajos eventuales que encuentra y donde, a menudo, es explotado por sus jefes como si fuera un esclavo.
En efecto, la película plantea una denuncia directa a la precariedad de las condiciones laborales y al enriquecimiento de los empresarios japoneses de posguerra a costa de la gente humilde. Esa es la parte realista, pero la historia no se detiene ahí. El minero huirá de sus explotadores como un desertor de la guerra (tema que retrataría en 1972 en Summer Soldiers) hasta llegar con su hijo a un pueblo minero fantasma donde solo sigue viviendo la propietaria de una tienda de caramelos (Sumie Sasaki), una mujer alienada que espera la llegada de una carta de su novio que se encuentra en el frente.
Durante todo el camino el minero fugitivo es espiado y fotografiado por un misterioso hombre de traje y guantes blancos (Kunie Tanaka) que le perseguirá hasta matarlo con un arma blanca en mitad de un lodazal. El minero se convertirá, entonces, en un espectro que vagará por el pueblo en busca de respuestas a esa acción.
Un debut que prenuncia lo que vendrá en las siguientes películas
La investigación posterior del crimen incorpora en La trampa (Pitfall) elementos del género policíaco, al igual que sucedería posteriormente en El hombre sin mapa (1968), sin embargo, en ambos casos, el cine negro es solo una excusa narrativa para desarrollar el subtexto de las teorías existencialistas de Kôbô Abe. La explicación de los hechos nos llega a través de una subtrama empresarial que muestra el enfrentamiento y desunión existente entre dos asociaciones de trabajadores de la mina Hirakawa, la del Viejo Pozo y la del Nuevo Pozo, debido a su distinta manera de afrontar los despidos de unos compañeros. Uno de los líderes sindicalistas es Otsuka, a quien la policía confunde con el cadáver del minero por ser físicamente idénticos, pese a ello, los fantasmas nunca obtendrán las respuestas a sus muertes.
La atmósfera surrealista y el tono sarcástico se apoderan de la narrativa de Teshigahara que, más allá de la trama principal, nos interpela con cuestiones sobre la condición humana a través de la identidad, la pérdida de la misma o su desdoblamiento en el ámbito social, ahí entra en juego la teoría filosófica del doppelgänger dostoievskiano. Sin duda, es importante ver La trampa (Pitfall) con anterioridad a la mencionada El hombre sin mapa, ya que siendo muy distintas en lo formal, guardan muchos paralelismos que nos pueden ayudar a entender los recovecos más intrigantes de la segunda.
La trampa (Pitfall) también anticipa muchas cosas que se profundizarían en la Obra Maestra de Teshigahara, La mujer de la arena (1964). Por ejemplo, el mito griego de Sísifo como metáfora de la inutilidad de la vida al que también le dedicó un ensayo filosófico el francés Albert Camus, influencia manifiesta para el director. La ausencia de identidad, el aislamiento y la incomunicación son temas capitales para Teshigahara y, en general, para todo el cine japonés de posguerra. Ello manifiesta la desazón anímica de todo un país que había sido humillado y despojado de su identidad cultural debido a la ocupación estadounidense tras la rendición nipona en la Segunda Guerra Mundial.
Un país hambriento
Otra similitud entre Teshigahara e Imamura, aunque con matices, es el acercamiento que hacen a la masculinidad y a la sexualidad violenta que practican los hombres hacia las mujeres. El ejercicio de superioridad y de imposición de poder en La trampa (Pitfall) lo presenciamos en la violación por parte de un policía a la mujer que regenta la tienda de caramelos, una secuencia controvertida y ambigua de similar planteamiento escénico y vocación voyerista a las existentes en Intento de asesinato (Shôhei Imamura, 1964) y que aquí, Teshigahara, fragmenta en dos partes mediante una elipsis desconcertante. Era una época de liberación sexual en Japón donde, sin embargo, los hombres seguían manteniendo las mismas actitudes machistas heredadas de su pasado imperialista, el deseo confundido con la imposición.
Precisamente, del contraste entre lo viejo y lo nuevo, o si se prefiere, entre el legado tradicional y la occidentalización en las nuevas costumbres, también puede extraerse una visión generacional de aquellos cineastas y de su manera de trabajar. A Teshigahara le gustaba improvisar con los actores sin que siempre entendiesen sus métodos. Era un espejo de la convulsión que sufría el teatro japonés de entonces con el angura desarbolando al shingeki, es decir, las nuevas generaciones de actores buscaban nuevas formas de expresión en la escena underground para regenerar mentalidades ancladas en el pasado histórico sin por ello perder los vestigios de su identidad cultural. En ese sentido, los cineastas de la nūberu bāgu o el propio Teshigahara buscaban hacer lo mismo con el cine.
La trampa (Pitfall) es una obra extraña e inaudita que supuso la carta de presentación de un realizador inclasificable. El triunvirato formado por Teshigahara, Abe y Takemitsu, nos ofrece una exploración de la alienación del hombre moderno en la corrupta sociedad japonesa donde lo naturalista (fragmentos de documental) confluye con lo fantástico (un pueblo lleno de almas en pena), y lo violento (asesinato, traición, violación) con lo sarcástico (ese fantasma que murió sin comer y está condenado a estar siempre hambriento o la mujer que recibe la carta anhelada justo cuando no puede leer su contenido). La mirada de incertidumbre hacia el futuro al que estaba abocado el país queda articulada con la escena final donde el niño roba unos caramelos para subsistir cuando emprende un viaje incierto que lo equipara al de toda una generación.
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