Las críticas teatrales de Laura Zurita:
La nueva era
La nueva era nace con el deseo de reflejar la particular visión de Marie Delgado sobre un futuro distópico, en el que se plantea un nuevo sistema de vida basado en la inmortalidad y sus posibles complicaciones para los humanos. En esta performance se combina la tecnología futura con el costumbrismo andaluz, aunando el imaginario audiovisual del director David Cronenberg y el Teatro de la Muerte del creador Tadeusz Kantor.
La nueva era está escrita y dirigida por Marie Delgado e interpretada por Marie Delgado, Carlos Pulpón, Jorge de Santos, Miguel Deblás y Victoria Aime. Es una obra de La Tarara Company representada en el marco de SURGE Madrid, 11 de octubre a las 20:00 h y 12 de octubre a las 19:00 h en Replika Teatro.
Entre lo humano y lo sintético
La propuesta parte de una premisa poderosa: el cuerpo que se agota y la réplica que pretende preservarlo. Este contraste ofrece un territorio dramático rico, pero también exige puntería para que ambas mitades —la familiar y la emocional, la futurista y la tecnológica— dialoguen con la misma intensidad. En La nueva era, esa articulación no siempre se sostiene.
La primera mitad de la obra, con Meri en el hospital con Rosario, tiene el pulso del teatro íntimo. Ese tramo permite que el público entre al universo dramático y sienta el ancla humana. Las siguientes escenas están ambientadas en un mañana poblado de seres electrónicos vampíricos, en la que la conexión simbólica con lo vivido pierde contundencia. En lugar de tensar el hilo invisible entre ambas realidades, la transición tiende al salto abrupto: lo familiar y lo tecnológico coinciden en el escenario más que compenetrarse.
Desde el punto de vista expresivo, el recurso de las voces grabadas es central para La nueva era. Se superponen pistas sonoras, voces en off, ecos que pretenden expandir la temporalidad o fracturar la subjetividad del personaje. En teoría, puede ser un gesto potente: multiplicar la imagen interior, desdoblar el yo. En la práctica del montaje, esas voces operan muchas veces como soporte técnico de los actores más que como núcleo poético. Más que extrañar, crean una distancia que resta calor dramático.
El escenario de La nueva era está repleto de objetos —una decisión consciente frente al minimalismo dominante—, con pantallas que dialogan con los cuerpos en escena. Esa densidad estética puede leerse como una metáfora del escenario interior de la protagonista: el archivo mental, la memoria saturada, las huellas concretas de lo vivido. Pero también impone un reto visual: saturar para sugerir es un riesgo. Las pantallas, lejos de participar con fuerza en el relato, se convierten en espacio informativo más que dramático: proyectan textos, evocan datos, ofrecen explicaciones.
Más autoexpresión que comunicación
Uno de los pasajes más reveladores (y problemáticos) de La nueva era es cuando aparece un texto proyectado en pantalla que se prolonga mientras que la autora declara que ya no le importa el tempo de la obra, lo que quiere es expresarse ella misma. Lo que podría leerse como una ruptura esperable del discurso dramático termina siendo un gesto que fractura la magia teatral: la obra se declara para sí misma en vez de comunicar con el público. En ese momento, la implicación del espectador se pierde y lo que sigue aparece como un conjunto de ideas acumuladas más que como una vivencia escénica.
La nueva era quiere preguntar: ¿qué queda cuando lo humano se externaliza? ¿puede una réplica electrónica heredar algo de dolor, de culpa, de ternura? Son preguntas legítimas, potentes, que pierden fuerza debido a las dificultades formales de la obra.
En conclusión, La nueva era es una apuesta valiente, con tropiezos dramatúrgicos que impiden que su audacia simbólica se convierta en experiencia plena. La propuesta intenta volar entre límites, pero su propia autoreferencia la hace difícil de aprehender.
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