Las críticas teatrales de Laura Zurita:
Colapso
La humanidad parece incapaz de aceptar los límites de nuestro planeta que se vuelve cada vez más inhabitable. En 1972 se publicó el informe «Los límites del crecimiento», en el que colaboraron diecisiete investigadores liderados por la científica ambiental Donella Meadows. La conclusión del texto fue clara: las dinámicas de crecimiento exponencial de población y producto per cápita, propias del capitalismo surgido de la Revolución Industrial, no son sostenibles y solo pueden conducir al desastre. Hoy, cincuenta y dos años después, la presión sobre los ecosistemas se ha multiplicado y vivimos a un ritmo que hipoteca el futuro de las próximas generaciones. Sin embargo, nadie quiere parar la fiesta. En palabras del filósofo Paul B. Preciado, “nos gusta vivir así: somos adictos al consumo de capital muerto y extraemos placer de este proceso de fabricación de muerte”.
¿En qué momento la humanidad dejó de considerarse parte de la naturaleza? ¿Qué papel puede jugar la juventud para afrontar la crisis ecosocial? Colapso invita a reflexionar colectivamente en torno a estas preguntas que nos implican a todas las personas.
Colapso cierra el ciclo Trilogía de juventud: un proyecto de investigación escénica con jóvenes de entre 11 y 21 años para generar colectivamente un retrato generacional. Las otras dos piezas de esta trilogía, Selfi (2022) y Capital (2023), producidas y presentadas en el Museo Reina Sofía de Madrid, exploran, respectivamente, las relaciones de la juventud con la tecnología y la economía.
Juan Ayala y Miguel Oyarzun son los responsables de concepto y dirección. En escena vemos a Ariadna, Elisa, Adrián F., Erin, Fátima, Saray, María, Yurena, Claudia, Carlota, Ainhoa, Aitana, Abril, Laia, Sander, Daniel, Mateo, Alejandra, Iría, Adrián S, Adriana, Natalia, Seif, María S., e Irene y Luz Arcas es la creadora del Movimiento. Colapso se estrenó el 17 de mayo en la Sala Cuarta Pared.

Un estado de ánimo
Colapso escenifica un estado de ánimo. La obra propone una imagen perturbadoramente precisa del presente: una fiesta monumental sobre el escenario, desbordante de luces, música, cuerpos en movimiento, mientras, en silencio, el mundo se descompone. Nadie lo dice, pero el recuerdo del Titanic flota en el aire.
En el escenario, jóvenes bailan, cantan, juegan, celebran. Hay vida, hay energía, hay desparpajo. Pero al fondo, literal y simbólicamente, una pantalla despliega datos duros sobre los límites del planeta y el punto de no retorno. La contradicción es la esencia de Colapso, la información científica más alarmante se presenta serenamente, mientras nadie interrumpe la fiesta.
Colapso no ofrece una dramaturgia tradicional. Hay fragmentos de ficción, sí —conversaciones sueltas, vínculos deshilachados, momentos de ternura seca o de incomunicación radical—, pero sobre todo hay ritmo, cuerpos, repetición y una sensación envolvente de irreversibilidad. De vez en cuando, se introducen reflexiones vertiginosas: comparaciones entre la vida humana y los tiempos geológicos, símbolos del colapso que avanza cada vez más rápido, mostrando cómo caen una tras otra las bases del ecosistema y cómo todas dependen unas de otras, y de nosotros.
El final de Colapso introduce una escena que incomoda con una especie de crudeza minimalista. Lo perturbador no es el hecho en sí, sino la reacción del público: no se tolera la menor violencia explícita en escena, pero digerimos con facilidad la violencia sistémica en tanto no sea evidente a nuestros ojos. El efecto es perturbador.
Colapso es una crítica a la indiferencia ambiental, desde la rabia y una tristeza impotente. Porque, en el fondo, la obra habla del cambio climático como una carga heredada con una inercia arrolladora. Esta generación ha recibido un mundo roto y, con él, una sensación de inutilidad política y emocional. Esta juventud está dolida, frustrada, consciente. Lo que no está claro aún es qué hará cuando finalmente le toque decidir el futuro.
Entre el jolgorio y el réquiem
Y es que la puesta en escena de Colapso está entre el jolgorio y el réquiem. La música electrónica, los trances y el baile son una manera de ignorar la urgencia del mensaje. La fiesta no es solo metáfora del mundo: es el síntoma perfecto de su negación de los problemas.
Colapso denuncia no solo la destrucción del planeta, sino también la hipocresía civilizada con la que la toleramos: la ilusión de que se puede ser verde, sostenible y progresista mientras se ignora lo esencial. Y la advertencia no es menor: si el colapso llega bailando, es porque así lo decidimos.
En resumen, Colapso muestra la fragilidad de una generación y la inminente crisis climática. La obra explora las tensiones humanas ante el colapso, sostenida por una puesta en escena evocadora y actuaciones comprometidas. Entre la denuncia y la exploración humana, Colapso es el retrato, al tiempo perturbador y reflexivo, de una huida hacia adelante.
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