Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
Ciclo-Retrospectiva Lillian Hellman
The Chase (La jauría humana) (1966)
Dedicada, con todo mi amor cinéfilo y profundo agradecimiento a Robert Redford que se hizo eterno tres días después de escribir estas líneas para la proyección de La jauría humana en la 73ª edición del Festival de San Sebastián
En 1966 el productor Sam Spiegel, en nómina de Columbia Pictures, se embarcó en la idea de llevar al cine la adaptación de la obra teatral de Horton Foote (basada en su propia novela) “The Chase”. Para ello contrató a Lillian Hellman para que escribiera el guion y a Arthur Penn para que la dirigiera. El caso es que juntos pero, según cuentan las crónicas, no muy bien avenidos, engendraron una auténtica obra maestra que retrata despiadadamente la hipocresía social y moral de un pueblo (ubicado en Texas pero fácilmente extrapolable a casi cualquier lugar del mundo) y la violencia latente en una comunidad que, ante cualquier detonante, se desata como suma de las violencias de cada individuo convergiendo en un comportamiento de manada animal. Como el de una jauría, una jauría humana. Pocas veces el cambio del título original para su estreno en España ha sido tan afortunado.
Y en La jauría humana el detonante es la fuga de prisión de Bubber Reeves (Robert Redford), un hombre del pueblo que, por lo visto, fue detenido y condenado por un delito que no cometió. La posible llegada al pueblo del fugitivo enciende los temores de todos los que tienen ciertas cuentas pendientes con él, ya sea por haberle delatado por algún delito menor como el pusilánime Edwin Stewart (Robert Duvall) o por haberse convertido en el amante de su mujer Anna (Jane Fonda) como es el caso de Jake Rogers (James Fox) que, para más señas, es el hijo del magnate local Val Rogers (E.G. Marshall) que, de una u otra forma, tiene comprado a todo el pueblo y que está dispuesto a solucionarlo todo a base de dinero.
Toda la acción se desarrolla en un día, desde el momento de la fuga de Bubber al amanecer hasta el dramático desenlace, bien entrada la madrugada, frente a las escaleras de la comisaría del pueblo o, si lo prefieren, hasta el amanecer del día siguiente cuando un desolado Val Rogers anuncia a Anna lo que acaba de suceder.
Y en medio de todo esto, se nos aparece el sheriff Calder interpretado por un mayúsculo Marlon Brando, un hombre íntegro a pesar de que haber sido promovido para el puesto por el Sr. Rogers le coloca en permanente sospecha de estar vendido al poder. Junto a él, su esposa Ruby (maravillosa Angie Dickinson) probablemente el único ser humano genuinamente bueno del pueblo.

Tras un comienzo de cierta dispersión argumental con la que Hellman trata de presentar a los personajes, La jauría humana se asienta precisamente sobre su solidez narrativa, las secuencias se van encadenando al tiempo que crean un clima de tensión progresiva y atmósfera enrarecida según van circulando las noticias de que el fugitivo está cada vez más ceca del pueblo. Penn va cocinando la acción y a sus personajes en ese caldo de cultivo de rumores, viejas rencillas, pasiones reprimidas, infidelidades, corrupción, racismo, clasismo y frustración.
Y es que además de los personajes protagonistas citados, en La jauría humana se dan cita innumerables personajes secundarios que juntos componen esa comunidad infectada de prejuicios clasistas y raciales, represión sexual, fanatismo religioso, rencor, intolerancia… ingredientes todos ellos ideales para generar esa violencia salvaje de la que hablábamos al inicio de estas líneas.
Y Penn trata todo esto con una equilibrada mezcla entre clasicismo en la forma cinematográfica y la audacia temática (presente en el guion de Hellman). No olvidemos que estamos en 1966 y aunque el racismo ya había sido tratado de forma abierta en algunas (pocas) producciones de Hollywood como Fugitivos (Stanley Kramer, 1958), temas como el deseo sexual, las infidelidades o la violencia colectiva eran evitados o tratados de forma tímida y velada. Aquí, los diálogos de Hellman son crudos y aunque algunos personajes son excesivamente arquetípicos (la rubia tonta de la fiesta, la beata que va rezando por las esquinas) y algunos dobles sentidos hoy nos harían sonrojar (la analogía entre tener pistola y el pene, por ejemplo) en su momento podían calificarse de atrevidos. La película en su conjunto se adelanta unos años a la corriente de realismo crítico que haría fortuna en Hollywood en los setenta.

La fotografía, a cargo de Joseph LaShelle y la partitura de John Barry completan el empaque formal de una película que, en su momento, fue un absoluto fracaso de taquilla a pesar de su reparto estelar, mayoritariamente vapuleada por la crítica y ninguneada por los premios cinematográficos incluyendo los Óscar que no le concedieron ninguna nominación. Con el tiempo, la película ha ganado reconocimiento y, a menudo, se la incluye en la programación de grandes festivales, ya sea en ciclos de la filmografía de Arthur Penn, de cualquiera de sus estrellas o, como es el caso de la presente edición del Festival de San Sebastián, en retrospectivas de su guionista Lillian Hellman.
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