Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
Ciclo-Retrospectiva Lillian Hellman
Dead End (Calle sin salida) (1937)
Hay una especie de fatalismo que empapa todo el metraje de Calle sin salida (Dead End, 1937), y que estriba en la imposibilidad (o enorme dificultad, al menos) de huir de las condiciones sociales en las que uno nace cuando estas consisten en pobreza y marginalidad, hacia una vida próspera o, al menos, apacible y honesta. Eso que durante tanto tiempo se llamó “una vida normal” sin que nadie malinterpretase lo que se quería decir.
Dirigida por William Wyler y con guion de Lillian Hellman a partir de la exitosa obra teatral de Sidney Kingsley, Calle sin salida supone la segunda colaboración entre director y guionista tras Esos tres (1936), primera de las dos adaptaciones de la obra teatral de Hellman «The Children’s Hour» que volvería a ser dirigida por Wyler en 1961 con el título español de La calumnia.
La obra teatral de Kingsley había sido un enorme éxito teatral en Broadway dónde la vieron el propio Wyler y el productor Samuel Goldwyn quien, finalmente, acabaría comprando los derechos para su adaptación al cine. El guion de Hellman conserva el tono alegórico del texto y lo lleva más lejos en su carácter de denuncia de las desigualdades sociales fruto de la pobreza estructural y la (casi) inevitable secuencia hacia la marginalidad y la corrupción moral.
Pero Wyler, a pesar de estar cautivado por el texto, consigue que el material teatral, sin perder su naturaleza, se transforme en lenguaje cinematográfico a través de su célebre maestría para la puesta en escena, de una concepción muy precisa del encuadre, de unos movimientos de cámara perfectamente orquestados y de una iluminación que confiere al decorado un carácter casi expresionista. Y aquí, como tantas veces en la carrera de Wyler, resulta fundamental la maestría del gran director de fotografía Gregg Toland.

Calle sin salida comienza con un plano secuencia magistral en el que la cámara desciende desde lo alto de un edificio hasta pie de tierra mientras unos rótulos nos informan de que el crecimiento urbanístico de Nueva York hacia el East River ha hecho coincidir, en apenas unos metros, un conjunto de viviendas lujosas ocupadas por familias pudientes con un barrio deprimido y decadente en el que la miseria y la marginalidad son el pan nuestro de cada día. Un pan del que se alimentan una pandilla de chiquillos que, permanentemente en la calle, no parecen tener otra salida que la delincuencia.
Estamos por tanto ante un film de evidente denuncia social, cuyos planteamientos éticos (e incluso estéticos) podrían hacerlo precursor del neorrealismo italiano que surgiría pocos años después con los Visconti, De Sica y Rossellini. Wyler a través del guion de Hellman, ofrece una visión crítica de la desigualdad en la Nueva York de los años treinta y retrata el contraste entre opulencia y marginalidad.
Lo primero que llama la atención del reparto es que, a pesar de que Humphrey Bogart es la presencia más reconocible (y vista desde hoy, la estrella del film), su nombre en el cartel aparece por debajo y en letras más pequeñas que el de Joel McCrea y, especialmente, el de Sylvia Sidney que era, en aquella época, una estrella de primer nivel en la Paramount, mientras que Bogart apenas empezaba a despuntar en una sucesión de papeles secundarios haciendo de gánster o villano. Y precisamente eso es lo que interpreta en Calle sin salida, a “Baby Face” Martin, un criminal atormentado por el desencanto de alguien que quiso escapar de la miseria pero acabó engullido por la violencia, que regresa a su antiguo vecindario con la intención de rehabilitarse ante su madre (Marjorie Main) y una antigua novia de juventud (Claire Trevor) convertida en una prostituta enferma.
Frente a él, se contraponen los personajes “íntegros” de Dave Connell (Joel McCrea), un arquitecto de poca monta que malvive con trabajos modestos pero honrados y Drina Gordon (Sylvia Sidney) una joven trabajadora empeñada en casarse con un hombre rico que la saque de su miserable barrio y cuya gran preocupación es alejar a su hermano pequeño, Tommy Gordon (Billy Halop), de la influencia de los “Dead End Kids”, la pandilla de chicos callejeros del vecindario, convertidos ya en predelincuentes dedicados al hurto y el gamberrismo. Unos críos cuyo único destino posible parece convertirse en los nuevos “Baby Face” Martin.
Y precisamente para dar vida a estos críos, Goldwyn y Wyler, empeñados en conseguir verismo, recurrieron a seis de los jóvenes intérpretes de la obra teatral en Broadway dando lugar a un grupo de jóvenes intérpretes, los Dead End Kids, que, lanzados a la fama por esta película, harían carrera juntos en más de sesenta películas de entre las cuales, quizá la más señalada sea Ángeles con caras sucias (Michael Curtiz, 1938).

Calle sin salida tuvo, en general, un favorable reconocimiento de la crítica y recibió cuatro nominaciones al Óscar incluyendo el de mejor película, el de mejor actriz secundaria para Claire Trevor, mejor dirección artística y mejor dirección fotografía para Gregg Toland. No consiguió ninguno de ellos. Hoy, casi noventa años después, mantiene su vigor cinematográfico y su vigencia social precisamente porque su denuncia se hace desde la imagen y la humanidad de los personajes, no desde discursos panfletarios tan frecuentes en otros muchos films.
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