Las críticas de José F. Pérez Pertejo: Maudie, el color de la vida
Hay personas cuya vida parece más pequeñita que la de los demás y cuya existencia pasa desapercibida. Bien por tener un físico peculiar, una enfermedad limitante, una personalidad huraña o todo al mismo tiempo, parecen condenadas a vivir en soledad, sin apenas relacionarse con sus congéneres y, en el peor de los casos, caer en la marginalidad y la exclusión social. Pero a veces ocurre el milagro y dos personas así se encuentran una a otra. De un modo, difícil de entender para los que vivimos una existencia convencional, consiguen ponerse a caminar juntas y entre ellas florece ese sentimiento casi milagroso, tantas veces sublimado en la literatura y el cine, llamado amor. Así es la vida de Maud Dowley (Sally Hawkins), una joven risueña y alegre de Nueva Escocia aquejada de una artritis progresivamente invalidante que, un buen día, encuentra a Everett (Ethan Hawke), un hosco pescador local que busca una asistenta que limpie y cuide su casa sin alterar demasiado su vida al margen del resto del pueblo.
Existen decenas (no me atrevo a decir cientos, pero podría ser) de películas acerca de la vida y obra de los más célebres pintores de la historia del arte. Algunas surgieron como grandes producciones hollywoodienses y se han convertido en clásicos como El loco del pelo rojo (Vincente Minelli, 1956) o El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1965), otras se sitúan en el olimpo del cine de autor como Andrei Rublev (Andrei Tarkovski, 1966) y otras producciones más pequeñitas, especialmente cuando tratan sobre pintores que no alcanzaron gran celebridad, pasan casi desapercibidas entre los estrenos cinematográficos del año. Y es una lástima porque la maraña de revienta-taquillas que pueblan la cartelera puede hacernos perder auténticas joyas como esta Maudie, el color de la vida sobre la vida de la pintora folk canadiense Maud Lewis.
Nada demasiado trascendente se había vuelto a saber de la directora irlandesa Aisling Walsh desde que en 2003 irrumpiera con la excelente Los niños de San Judas hasta que ahora, catorce años después, presenta esta magnífica película que está lejos de ser un biopic al uso. Nada se nos cuenta de la infancia de Maudie, ni del bullying que sufrió en el colegio y la obligó a vivir confinada en su casa, ni de su relación con su madre que la inculcó el amor por la música y la pintura, ni del comienzo de su enfermedad. De hecho, Aisling Walsh parece mucho más interesada en tomar los personajes de Maud Lewis y su esposo Everett como pilares sobre los que sostener una auténtica tesis sobre la felicidad como actitud en la vida a pesar de las dificultades, adversidades y desgracias que uno pueda llegar a sufrir. “De todas las personas de nuestra familia, tú eras la que más difícil lo tenía para ser feliz, y finalmente eres la única que ha conseguido la felicidad”. Quédense con esta frase.
Todo el film está sumido en una suerte de delicadeza; desde la preciosista fotografía de Guy Godfree que se recrea en la grandiosidad del paisaje canadiense de Nueva Escocia hasta la tierna partitura de Michael Timmins que sumerge el film en un tono de tibia melancolía. Walsh dirige las casi dos horas de metraje con un depuradísimo sentido estético. Tanto la puesta en escena, como la concepción de cada plano y la cadencia narrativa del film están sometidas a una gran coherencia interna que hace que la película fluya armoniosamente. Pero si hay algo que hace imprescindible el visionado de Maudie, el color de la vida son las monumentales interpretaciones de Sally Hawkins y Ethan Hawke. Hawkins que desde Happy, un cuento sobre la felicidad (Mike Leigh, 2008) parece especializada en papeles alegres y vitalistas, consigue con su Maudie crear un personaje entrañable desde la sutileza de sus gestos, la finura de sus movimientos y la transformación postural a la que a lo largo de la película somete a su menudo cuerpo. Ethan Hawke se sirve de estos mismos valores de sobriedad, sutileza y minimalismo interpretativo para dar vida a uno de esos misántropos que a fuerza de intentar ser antipáticos terminan por resultar queribles al descubrir sentimientos para los que ni ellos mismos creían estar preparados. A estas alturas no vamos a descubrir al excelente actor en el que se ha convertido aquel niño tímido de El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) que siempre ha buscado personajes desafiantes.
Maudie, el color de la vida es, en conclusión, una de esas películas en las que sentimientos tan manoseados como el amor o la felicidad no son tratados como estereotipos sino como la consecuencia lógica de un modo de vivir y relacionarse. Película en apariencia pequeña pero que esconde en su interior un auténtico tesoro cinematográfico y vital. Debería funcionar como el boca-oreja del año.