Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
Los chicos de la Nickel
Llegan este fin de semana las dos únicas películas nominadas al Óscar a la mejor película que faltaban por estrenarse en España. Una de ellas, Un perfecto desconocido, lo hace a los cines y la otra, Los chicos de la Nickel (Nickel Boys) lo hace directamente a una plataforma, concretamente a Prime Video.
Y cabría preguntarse por qué una de las películas nominadas en la categoría reina de los premios cinematográficos más populares del mundo no encuentra un hueco en la cartelera para su exhibición aunque solo sea durante una o dos semanas. Pues sí, cabría preguntárselo, pero basta con verla para encontrar la respuesta. Los chicos de la Nickel es una de esas películas que nacen directamente concebidas para encantarse a si mismas y confrontar con el gran público.
Lo que su director, el hasta ahora documentalista y debutante en la ficción, RaMell Ross plantea es un largometraje ensimismado, de esos que anteponen continuamente la forma al fondo y el (supuesto) estilo a todo lo demás, incluyendo en ese “todo lo demás” aspectos tan “insustanciales e intrascendentes” como la narración, la puesta en escena, las interpretaciones de los actores, la dirección de fotografía y, sobre todo, el montaje.
La idea (como el espectador no esté avisado puede llevar unos minutos darse cuenta y entender lo que pretende) es contar la historia de dos muchachos afroamericanos recluidos en una especie de reformatorio llamado Academia Nickel a través de las miradas subjetivas de ambos, de tal manera que coloca la cámara en los ojos de cada uno de ellos y los planos se conciben como la visión que tendrían en cada momento, es decir, si están tumbados en el suelo boca arriba, el plano es de abajo a arriba, si están tumbados inclinados, el plano es oblicuo, si están muy cerca de algo, ese algo aparecerá en pantalla desenfocado u oscuro o lo que corresponda. El artefacto no es nuevo, ha sido usado desde los orígenes del cine y, entre otros, Hitchcock lo popularizó con una maestría de la que RaMell Ross adolece.
Los muchachos, Elwood Curtis (Ethan Herisse) y Turner (Brandon Wilson), son dos adolescentes con personalidades contrapuestas, idealista el primero, pesimista el segundo, que afrontan de manera diferente las sangrantes injusticias a las que son sometidos y la atroz discriminación con la que tienen que malvivir en la Academia Nickel. Pero todo el relato (basado en la célebre novela de Colson Whitehead galardonada con el Pulitzer de literatura) se pierde en la maraña fragmentada de planos alambicados, secuencias intrincadas y frases altisonantes.
A RaMell Ross le importa un comino que su película sea inescrutable (al menos en la primera hora), que sus planos resulten insufriblemente pretenciosos o que a sus actores tardemos más de cuarenta minutos en verles la cara. Lo que le importa es plantar su huella y mostrar su aura de “auteur” (así, en francés, que queda más epatante todavía).
Ni aunque le hubiera salido bien lo que pretende se libraría de la estomagante pretenciosidad, pero es que encima no le sale. Lo del punto de vista alternante entre los dos muchachos protagonistas no guarda la coherencia forma que un dispositivo visual tan exigente requeriría y, en ocasiones, los planos son rematadamente artificiosos y los movimientos de cámara robóticos.
Eso por no hablar ya de las secuencias “contemporáneas” (claro, no sería lo suficientemente modernísimo si no introdujera una ruptura de la línea temporal y alternase secuencias del pasado con otras presentes). En estas últimas, la cámara ya no suplanta los ojos de los protagonistas, la cámara se sitúa en algún lugar indeterminado detrás de la espalda con lo que lo que vemos continuamente son planos (feos a más no poder) ocupados parcialmente por las rastas, las nuca, el cuello y la raíz de los hombros de Elwood en el presente, donde, por lo visto, ha creado una empresa de mudanzas con el nombre de la máxima categoría a la que se podía optar en la academia Nickel: Ace.
Llegados a este punt, una vez perdida la coherencia narrativa al poco de comenzar la película, renunciamos totalmente a la coherencia formal. El desaguisado son ciento cuarenta minutazos de montaje errático, que incorpora a capricho imágenes documentales con la presencia de Martin Luther King, imágenes de archivo o fragmentos del largometraje Fugitivos (The Defiant Ones) dirigido por Stanley Kramer en 1958 y protagonizado por Tony Curtis y Sidney Poitier. No se ilusionen, cualquier parecido entre los modos de RaMell Moss y la eficacia narrativa de Kramer es pura coincidencia. Es probable que Stanley Kramer no fuera un “autor” en el sentido más gafapasta del término, pero desde luego era un estupendo director de cine que sabía contar una historia con solvencia y coherencia.
Los chicos de la Nickel es, en conclusión, un film de formas pretenciosas y rumbo errático que hará las delicias de los que dan por buena cualquier experimentación formal que se aparte de la narrativa convencional aunque sus caminos no lleven a ninguna parte. Como yo debo ser muy simple, necesito que me cuenten algo. Si además me tropiezo con la genialidad de un creador que tiene la pericia de contármelo de un modo original, audaz o particularmente brillante, mi experiencia puede rozar el éxtasis. No es el caso. Aquí solo rozo el tedio y el cabreo durante más de dos horas perdidas e irrecuperables.
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