Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
Presunción de inocencia
Tengo una profunda admiración por Daniel Auteuil hasta el punto que me parece el mejor actor francés vivo, algo que solo podría cuestionarme ante el Gerard Depardieu de sus tiempos de gloria. Como tantos y tantos actores, Auteuil también sintió la llamada de la dirección cinematográfica que le llevó a debutar en 2011 con La fille du puisatier (La hija del pocero), remake de Tempestad de almas (Marcel Pagnol, 1940). Continuó en 2013 con dos películas, Marius y Fanny, que componían un díptico basado en sendas novelas, precisamente, de Marcel Pagnol, escritor y cineasta que ha inspirado buena parte de la filmografía de Auteuil como director. Continuó con la flojita Enamorado de mi mujer (2018), adaptación de la obra del irregular dramaturgo Florian Zeller, precisamente con Gérard Depardieu en el reparto acompañando a Sandrine Kiberlain, Adriana Ugarte y al propio Daniel Auteil.
Es decir, nada memorable hasta la fecha en la filmografía de Daniel Auteuil como director que nos haga pensar que su talento para dirigir está a la altura de su incuestionable talento interpretativo (Un corazón en invierno, El octavo día, Caché y decenas más). El caso es que, con su quinto largometraje, titulado en francés Le Fil (el hilo) y que en España se ha estrenado con el título Presunción de inocencia, Auteuil, auténtico protagonista también del film, muestra claras señas de solidez en la realización y ciertos rasgos autorales, aunque algunos de los cuales no terminen de funcionar del todo.
Basada en hechos reales, la premisa narrativa es muy sencilla: en febrero de 2017 una mujer aparece muerta con claras señales de haber sido asesinada. Al día siguiente la policía detiene a su marido Nicolas Milik (Grégory Gadebois) como principal sospechoso de haberla matado. El abogado Jean Monier (Daniel Auteuil) es asignado de oficio y acepta a pesar de llevar quince años apartado voluntariamente del mundo procesal. El acusado proclama su inocencia con mucha convicción y no le resulta difícil empatizar con un hombre de aspecto brutote pero bonachón que se preocupa por su hijos y sufría con estoicismo el alcoholismo de una esposa que prácticamente le había dejado solo al cuidado de sus cuatro hijos. “No es un culpable creíble ni un inocente evidente” argumenta Monier como respuesta a por qué acepta el caso, antes de obsesionarse con ganarlo (casi) a toda costa.
A partir de aquí asistimos a los tres días en los que se desarrollará el juicio tres años más tarde, en enero de 2020, a través de un montaje que alterna las secuencias judiciales, las tribulaciones personales del abogado Jean Monier y diversos flashbacks que, tratan de dar luz a unos hechos que en ningún momento Auteuil se empeña en dejar claros, lo cual permite que el espectador no caiga en la trampa de alinearse en una disyuntiva de “buenos” y “malos”.
Hay una cuarta deriva narrativa, en mi opinión absolutamente fallida, acerca de un torero, hijo de un amigo o cliente de Monier que, acusado no se sabe muy bien de qué, salpica en ocasiones el montaje con imágenes de cierta belleza plástica pero muy endeble solidez argumental. Todo parece apuntar que esta línea de relato sufrió algún que otro corte en la sala de montaje con el fin de aligerar el metraje hasta quedar casi ininteligible, el caso es que además de no aportar nada, restan pulso narrativo a un fin que, de por sí, está contado con un ritmo pausado.
Un ritmo pausado que, lejos de ser una rémora, permite al espectador pensar con libertad sobre las múltiples aristas de un caso en el que lo nuclear es lo que proclama el título de la película en español, la tan puesta en solfa últimamente presunción de inocencia, un derecho fundamental del ser humano y el principio rector que debe guiar la aplicación de las leyes y las decisiones judiciales en cualquier estado democrático. Cuán a menudo se nos olvida que no es uno el que debe probar su inocencia ante una acusación, sino los demás su culpabilidad, sobre todo cuando nos vemos sometidos a la avasalladora intervención (o intervencionismo) de los medios de comunicación, de las redes sociales y demás voceros especializados en organizar juicios paralelos.
Pero Auteuil, desde su aséptica dirección, no hace juicios de valor ni emite proclamas en uno u otro sentido. Su interés se centra en los personajes, en todo aquello que, para bien o para mal, les hace humanos, empezando por el personaje que él mismo interpreta, un hombre con clara tendencia a aislarse cuando se siente inseguro y vulnerable, continuando con el acusado al que un magnífico Grégory Gadebois llena de contradictorios matices y sumando una galería de personajes accesorios muy bien escritos e interpretados (la cuñada de la víctima, la presidenta del tribunal o la fiscal a la que da vida Alice Belaïdi). Sin embargo la presencia de la magnífica actriz danesa Sidse Babett Knudsen queda desaprovechada en un personaje desdibujado que, a pesar de un potente comienzo, se va diluyendo a lo largo de la película.
El aparato estético del film es notable, destacando la tristona fotografía de Jean-François Hensgens y la banda sonora de Gaspar Claus que, en ocasiones, es salpicada por piezas clásicas de Fauré o Bach.
El caso es que después de completar el relato del juicio y cuando todo apunta a un final relativamente convencional, Auteuil se saca un epílogo a modo de coda que pone en solfa muchas de las reflexiones que, hasta ese momento, uno, como espectador, había podido hacerse. Por supuesto no diré ni palabra de lo que ocurre en este tramo final, pero lejos de ser un giro de guion al uso, me atrevería a calificarlo como un ¿y ahora qué? con el que Auteuil trata de ofrecer todavía más líneas de pensamiento acerca de lo arriesgado de emitir juicios de valor y cómo los límites entre lo real y lo aparente son, a menudo, demasiado difuminados. Eso sí, estas últimas reflexiones son ya trabajo para llevar a casa.
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