Las críticas de Daniel Farriol:
Ciclo-Retrospectiva Hiroshi Teshigahara
El rostro ajeno (1966)
El rostro ajeno (Tanin no kao / La cara de otro / The Face of Another) es un drama japonés que está dirigido por Hiroshi Teshigahara y escrito por Kôbô Abe, adaptando su propia novela. La historia sigue a un hombre desfigurado por un accidente que está convencido de que su alma se ha desvanecido junto a los rasgos de su cara. Un científico le propone un tratamiento experimental que consiste en fabricarle una máscara tremendamente realista que le otorgará una nueva identidad. Está protagonizada por Tatsuya Nakadai, Mikijiro Hira, Kyoko Kishida, Machiko Kyo, Miki Irie, Eiji Okada, Hideo Kanze y Minoru Chiaki. La película ha podido verse en el Festival de San Sebastián 2023 dentro de la Retrospectiva Clásica que han dedicado al director.
La metamorfosis de la piel
La tercera colaboración engendrada entre Hiroshi Teshigahara y Kôbô Abe (sin contar el corto experimental Ako) fue la alucinante El rostro ajeno (Tanin no kao / The Face of Another), quintaesencia del estilo visual del director para poner en imágenes las obsesiones existenciales del escritor. La historia narra la metamorfosis física y psicológica del Sr. Okuyama (Tatsuya Nakadai), un empleado de una fábrica química molecular cuyo rostro ha quedado completamente desfigurado tras un accidente laboral con oxígeno líquido. El psiquiatra (Mikijirô Hira) que trata su trauma le propone un tratamiento experimental que consiste en otorgarle una nueva identidad bajo una máscara de aspecto realista que se adaptará a su piel y nadie será capaz de distinguir.
Esa loca propuesta a modo de pacto con reminiscencias del «Fausto» de Goethe, llevará el relato por caminos ya recorridos en el cine y la literatura fantástica sobre los peligros de desafiar la naturaleza humana. Nos vendrá a la memoria «El hombre invisible» de H.G. Wells y el «Frankenstein o el moderno Prometeo» de Mary Shelley, así como sus múltiples derivados cinematográficos, con especial atención a Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960). La relación, pues, entre paciente y doctor, vaticina la confrontación sistemática entre realidad y apariencia, es decir, entre los miedos y los deseos intrínsecos a toda condición humana que, por ende, definen igualmente la dualidad del monstruo (Frankenstein y su criatura, el doctor Jekyll y el señor Hyde, la transformación interior de vampiros, hombres lobos y demás bestias malditas…). Hombre y monstruo en un solo cuerpo.
Lo fantástico y lo existencial
Pero estamos ante una película de Teshigahara/Abe, por lo que El rostro ajeno nunca llegará a explorar los caminos habituales del fantástico si no que adoptará una postura metafórica y mística sobre el concepto de identidad. Tras el accidente, el Sr. Okuyama se ha convertido un hombre arisco e infeliz que asiste impasible a la desintegración de su matrimonio. Su esposa (Machiko Kyô) intenta mantener las formas ante él, pero rechaza sus acercamientos sexuales. No sabemos qué tipo de pareja eran antes, probablemente no muy distinta, pero el hombre sin rostro se nos presenta como un hombre sin pasado ni futuro, en realidad, puede verse como una figura alegórica de la propia sociedad japonesa.
Cuando Okuyama reciba el tratamiento médico y esa nueva identidad, comenzará a experimentar con sensaciones ocultas que le otorgan una seguridad inusitada. Sentirá la necesidad de seducir a su mujer sin que ella descubra quién es él (al menos, eso cree) para reivindicar su masculinidad herida y, después, irá mucho más allá intentando forzar sexualmente a una desconocida por la calle o asesinando al doctor que le «creó». La conversión definitiva a un «nuevo yo» se produce cuando se desvincula de las incertidumbres del «viejo yo» aunque eso también suponga la renuncia a todo lo que le definía, es la victoria final del doppelgänger, del lado oscuro del alma humana.
En realidad, lo que pretende plantear la película es un laberinto existencial sobre la alienación del individuo en el tumulto social (ese terrorífico plano final donde el protagonista se cruza con una horda de personas sin rostro), así como efectuar una amarga reflexión sobre la pérdida identitaria en el Japón de posguerra.
La subtrama de la chica quemada
Para entender mejor todo esto hay que hacer referencia a una trama secundaria de El rostro ajeno que, a priori, parece no tener conexión alguna con la trama principal. En ella, veremos a una joven con el rostro parcialmente quemado (Miki Irie) que intenta sobrevivir al acoso social del entorno. Unos la ven como a un monstruo (los chicos que la persiguen por la calle) y otros solo pretenden usar su cuerpo (el viejo que intenta violarla en el manicomio). Su única salida en ese mundo cruel será el suicidio, no sin antes consumar una relación carnal con su hermano. Teshigahara, al igual que hiciera de manera habitual su compatriota Shôhei Imamura, afronta aquí un tema tabú como es el incesto para establecer una disertación ambigua sobre los deseos ocultos y la represión sexual existente en la sociedad nipona.
Lo más curioso de esta subtrama es que tiene su origen en la propia fabulación del Sr. Okuyama cuando éste le cuenta a su esposa que ha visto una película en el cine. De hecho, el director cambia el formato de pantalla 4:3 al aspecto alargado de un falso scope durante la primera transición de una historia a otra para que efectivamente veamos esta parte como una ficción independiente. Sin embargo, sí que tiene una utilidad narrativa para hacernos asimilar mejor temas secundarios que se deslizan sutilmente en la trama principal que nos hablan sobre las contradicciones del pueblo japonés a la hora de afrontar su pasado histórico.
No sé nos dice de manera explícita, pero el rostro quemado de la chica es la secuela física de la bomba atómica lanzada sobre Nagasaki (en un diálogo se hace referencia a esa ciudad) mientras que la discriminación social como forma de olvido colectivo es parte del contexto de posguerra que tan bien relató el propio Imamura en Lluvia negra (1989).
Tradición y modernidad
Teshigahara reivindica las raíces culturales japonesas achacando la soledad y el aislamiento de sus personajes a la involución de una sociedad que no encontraba el equilibrio necesario entre el tradicionalismo heredado y la occidentalización modernista. En el El rostro ajeno confluye lo ancestral con lo regenerador, lo vemos tanto en las técnicas visuales utilizadas por el director como en la propia ambientación de los escenarios. Si el laboratorio del científico se nos muestra como un lugar aséptico, de luminosidad blanquecina y decoración cercana a la ciencia-ficción, el hogar de los Okuyama está presidido por la penumbra y los clarosocuros, destacando entre el atrezzo un cuadro de Picasso entre piezas de cerámica tradicional japonesa. Lo nuevo y lo viejo, otra vez. Renovarse o morir, abriendo las fronteras sin perder de vista el legado cultural propio.
Más allá de esas sutilezas casi imperceptibles, tenemos en primer término el asunto de la máscara, algo que también nos lleva a una asociación mental de las representaciones milenarias del teatro nō con sus características máscaras. Al final, las máscaras son una forma de ocultarse a los demás y a uno mismo, una manera de representar en el escenario quién queremos ser ante los demás. Bajo un disfraz no existen los convencionalismos ni las reglas sociales que coartan nuestra identidad. «Un hombre sin rostro solo se siente libre en la oscuridad», espeta Okuyama bajo las vendas, «me gustaría apagar todas las luces del mundo». Teshigahara y Abe consuman la transformación del hombre moderno en un monstruo egoísta sin empatía por sus conciudadanos.
Un espectáculo visual con muchas lecturas filosóficas
En el aspecto visual, El rostro ajeno es uno de los mejores trabajos de Teshigahara que destapa el tarro de las esencias mediante una puesta en escena hipnotizante repleta de hallazgos visuales. La película comienza con fragmentos de cuerpos artificiales flotando por la pantalla como si formasen parte de una coreografía morbosa a ritmo del vals compuesto para la ocasión por Tôru Takemitsu. El corte a créditos nos traslada a la consulta del doctor donde observamos un diálogo a través de una máquina de Rayos X, es el indicativo evidente de que la película nos quiere posicionar bajo la piel de los personajes, lo externo es puramente engañoso.
El resto de la película incorporará algunas de las características de un director vanguardista como fue Teshigahara (fotogramas congelados, el uso del zoom, la ruptura de la linealidad narrativa, alguna salida de tono surrealista…), pero también incluye un cuidado ejercicio escénico donde los reflejos y cristales aluden a ese juego continuo entre realidad y apariencia, es decir, la identidad desdoblada que confunde a los personajes con su propio reflejo mucho más allá de lo que delimitan las líneas de Langer.
Lo anómalo, lo prohibido, lo monstruoso y lo morboso son elementos inseparables de la intimidad humana más oculta, aquella que El rostro ajeno pone en primer término. El filme es complejo e insondable en toda su inmensidad, está lleno de detalles que invitan a una disección semiótica mucho más profunda de cada escena, pero también es demasiado discursivo y plomizo en sus postulados metafísicos, aún así desde su epidermis y hasta la profundidad de sus más oscuros recovecos, acaba proponiendo una experiencia tan fascinante como cautivadora que difícilmente se borrará de tu memoria.
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