martes, marzo 19, 2024

Crítica de ’El imperio de la luz’: Los recuerdos cinéfilos de Sam Mendes

Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
El imperio de la luz

Me parece difícilmente discutible asegurar que Sam Mendes es más un hombre de teatro que de cine. Desde 1987, año en que debutó como director teatral, no ha parado de dirigir montajes teatrales en los más prestigiosos teatros del West End londinense, muchos de los cuales han sido exportados posteriormente a Broadway y le han procurado un sin número de reconocimientos en forma de premios y excelentes críticas. Repasar su trayectoria teatral sería materia para otra publicación y alargaría innecesariamente la extensión de este escrito que, como su título indica, tiene otro propósito.

Pero tampoco me parece discutible afirmar que, a pesar de su mayor dedicación al teatro, Sam Mendes se ha construido una sólida filmografía desde su aclamado debut con American Beauty en 1999 que incluye algunas obras sobresalientes como Camino a la perdición (2002) o Revolutionary Road (2009), dos de las mejores películas de la saga 007 como Skyfall (2012) y Spectre (2015) y una soberana obra maestra como 1917 (2019).

Lo primero que llama la atención de su noveno largometraje, El imperio de la luz, recién estrenada en España, es que es la primera de sus nueve películas cuyo guion firma en solitario, lo cual llevaría a meternos en el cenagoso terreno de ponerle (o no) la etiqueta de cine de autor. El caso es que este hecho que podría resultar anecdótico o pasar inadvertido, acaba resultando capital para que una película con un atractivísimo material argumental y un reparto excelente acabe por no cuajar correctamente todos los ingredientes. Y es que a la escritura de Mendes le habría sentado estupendamente un coguionista que limara las asperezas de algunas secuencias fallidas y diera más profundidad a determinados pasajes que terminan resultando un tanto simplones.

Pero, a pesar de estos “debes”, son muchos más los “haberes” en una película hermosa y emotiva, dirigida con mano maestra, pulso cinematográfico y la pulcritud de un clásico. Sumémosle una bonita partitura de Trent Reznor y Atticus Ross, la magnífica fotografía de Roger Deakins (en lo que supuso la única nominación del film a los recientes Óscar) y un reparto magnífico liderado por la infalible Olivia Colman (su ausencia entre las nominadas al Óscar a la mejor actriz resulta incomprensible) y tendremos una película que vale la pena ver a pesar de sus imperfecciones.

Con El imperio de la luz, Sam Mendes se ha unido, en cierto modo, a la corriente nostálgica de grandes directores filmando películas autobiográficas en las que se remiten a su infancia. Pero digo “en cierto modo” porque hay notables diferencias entre la película de Mendes y las de Cuarón, Branagh, Almodóvar, Sorrentino o la más reciente de Spielberg. Si estos introdujeron una figura infantil que les servía de alter-ego, Mendes evoca sus recuerdos sin personificarlos en ningún personaje concreto, es decir, relata sus recuerdos a principios de los ochenta a través de una serie de personajes que trabajan en un cine situado frente al mar, el Empire, en el que las películas (por supuesto de celuloide) se proyectaban a la antigua usanza.

El contraste con la época actual es absolutamente demoledor y no solo porque los métodos de proyección hayan cambiado radicalmente y ahora todo sea digital sino porque resulta impensable que un cine pueda tener una plantilla de ocho o diez personas trabajando simultáneamente. Hoy día, no es raro que en algunos cines pequeños, de los pocos que subsisten en el centro de las capitales de provincia, sea la misma persona la que te venda la entrada, te abra la puerta, te corte el resguardo y te indique la ubicación del baño si lo necesitas.

Entre estos personajes está Hilary Small (Olivia Colman), gerente de la sala y segunda máxima autoridad tras el dueño al que interpreta un siniestro Colin Firth que siempre me resulta más creíble cuando interpreta a una buena persona que a un tipejo sin escrúpulos como este Sr. Ellis del que es mejor no hablar demasiado.

A pesar de ciertas intenciones corales y de que todos los personajes tienen algún momento para lucirse, el protagonismo de Colman es absoluto con un personaje muy complejo, una mujer atormentada, de frágil salud emocional y un ambiguo pasado. Es en este personaje en el que, por lo visto, Mendes ha volcado su parte más personal al incorporarle rasgos de la enfermedad mental de su propia madre aunque ha insistido en aclarar que Hilary no es su madre. La historia de amor con Stephen (Michael Ward), un nuevo empleado de raza negra, supone, además de una de las líneas argumentales del film, el sustrato para que se sitúe el trasfondo sociopolítico del film, la época dura de Margaret Thatcher con gran conflictividad social y disturbios raciales en las calles que Mendes escribe con trazo demasiado grueso.

Del resto de los personajes, resulta difícil no encandilarse con el proyeccionista que encarna Toby Jones, las breves secuencias en la cabina de proyección son, probablemente, las más bonitas de la película.

El imperio de la luz trata de llegar al corazón de los cinéfilos nostálgicos, algo que Mendes consigue más a través de las formas estéticas, del romanticismo asociado a la contemplación de una película en una sala y de la proyección en sí, que a través de las referencias cinéfilas que son bastante ramplonas a excepción de algunos carteles de films sobresalientes que se ven circunstancialmente colgados al fondo y del “fallido” estreno de la magnífica película Carros de fuego (Hugh Hudson, 1981).

El imperio de la luz

7

Puntuación

7.0/10

1 COMENTARIO

  1. EL IMPERIO DE LA LUZ
    Película inglesa de Sam Mendes, un Sam Mendes que evoca en el espectador títulos como “1917”, “Spectra”, el James Bond del 2015 o el “Sky Fall“ del 2012, el “Camino a la perdición”, el “American Beauty” o el “Jarhead. El infierno espera” -crónica sobre la guerra del Golfo- …La presencia de Olivia Colman resulta sugerente…La presencia del edificio que albergaba el viejo cine Empire en la costa sur de Inglaterra en los comienzos de la década de los ochenta encandila al aficionado. Y Mendes siempre ha resultado respetuoso e innovador con los géneros que ha llevado a la pantalla. Y tal como está la pantalla de estrenos… No tarda en eclipsarse la ilusión del espectador.
    Distintos aspectos merecen la atención del guion, su conexión es dudosa en una historia que pretenda ser coherente. El racismo, la dificultad de acceso a la universidad, la medicación para superar las depresiones que deja a los pacientes como anestesiados o zombies, el sexo que llega a aburrir en los matrimonios de años, la promiscuidad sexual más que el sentimiento o más pulsión incontrolada que afecto personal, la soledad que crea compañeros de viaje, la diferencia de edad en los emparejamientos…,todo envuelto en una niebla de melodramatismo puro y duro que bien merecía otra revisión de guion buscando una historia y no sketchs de crónicas de un encuentro casual. Pero se ha quedado en frases presuntamente lapidarias (como “la vida es un estado mental”) que apenas encajan con los comportamientos presentados. Sí se aprecia la soledad como enfermedad común, enfermedad social, soledad como tensión, como producto de un comportamiento esquizoide. Soledad que solo encuentra salida en la sala de proyección, a oscuras con la sola luz del proyector, y el ruido de la cinta deslizándose por los carretes
    El pretendido recuerdo a ”Cinema Paradiso” se limita a los recortes de prensa y anuncios publicitarios y algunas fotos vetustas de actores y actrices que empapelan las paredes de la cabina de proyección, y a algún comentario del proyeccionista.
    Recoger como referencia cinematográfica las películas “Carros de fuego”, “Locos de remate”, Peter Sellers,” Bienvenido Mr Chance”…, tal vez sea muy inglés, pero muy excluyente a la vez. El cine como testigo social de los poderes colectivos y como puerta de escape de la realidad personal a un mundo de fantasía que embriaga con sus figuras sobre el blanco lienzo con situaciones de ficción que recargan de buenos sentimientos los impulsos vitales agotados por el bregar humano atosigante de la supervivencia diaria, quiere ser la muestra presentada. Deslumbrante fotografía, muy medida interpretación, elegante presentación, resbaladiza amalgama de temas.

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