En 1952, Arthur Miller escribió su obra dramática «The Crucible» que en España se tradujo y estrenó como «Las brujas de Salem». En ella se hacía eco de los juicios que tuvieron lugar en Salem (Massachusetts) en 1692, durante la época colonial, contra más de doscientas personas acusadas de brujería a consecuencia de fanatismos puritanos con tintes de delirio y rencores familiares, tras los cuales diecinueve mujeres fueron condenadas a muerte y quemadas en la hoguera. Lo que Miller pretendió con esa obra fue hacer una alegoría sobre las persecuciones que tuvieron lugar en su país entre 1950 y 1956 durante el macarthismo, es decir, el periodo durante el cual el senador Joseph McCarthy puso en marcha un sistema de denuncias, delaciones y listas negras, que el propio Miller sufrió en sus carnes, contra personas, fundamentalmente escritores y artistas (Hollywood incluído), acusadas de ser comunistas.
El cineasta argentino Pablo Agüero firma junto a Katell Guillou un guion que cuenta una historia similar pero situada en 1609 en una aldea marítima vasca en la que, aprovechando que los hombres (marineros) están ausentes, el rey envía a la región a un juez (Álex Brendemühl) a «purificar» la región de brujas. No tarda en arrestar a seis jóvenes encabezadas por Ana (Amaia Aberasturi) y acusarlas de brujería. En unas sesiones nada ortodoxas las obliga a declarar exigiéndoles que den detalles de en qué consiste el Akelarre al que durante la película se alude como Sabbath, una especie de rito iniciático en el que el mismísimo lucifer se aparea con las jóvenes introduciéndolas en la brujería.
No dudo que en la mente de Pablo Agüero haya más intenciones que la de sencillamente contar una historia, imagino que también, como Miller, tendrá intenciones alegóricas y querrá señalar al poder político y al religioso como represores, de hecho los representantes de estos poderes interpretados por el propio Brendemühl, Daniel Fanego y Asier Oruesagasti son los únicos sobre los que detiene la cámara incidiendo en su intolerancia, en su mezquindad y en su no tan evidente lujuria. El problema es que la filmación es tan caótica y la ausencia de puesta en escena tan flagrante que el film deviene en un ejercicio de estilo en el que la mayor parte del peso de la narración recae sobre el montaje. Apenas hay secuencias reposadas, todo es mostrado a base de planos cortos ligados por una virtuosa edición que, a pesar de que confieren ritmo, terminan por aturdir al espectador. Si a esto unimos que no escasean los gritos, los golpes, los desgarros de ropa y los cánticos supuestamente satánicos, la película se hace de difícil digestión y uno no tiene claro que, además de las piruetas visuales, cierta exaltación del paisaje y la evocación del folclore autóctono le hayan transmitido algo más que la sencilla historia que cuentan.
Lo más notable del film es, sin duda alguna, el trabajo interpretativo de las seis muchachas a las que además de la citada Amaia Aberasturi, dan vida Garazi Urkola, Jone Laspiur, Irati Saez de Urabain, Lorea Ibarra y Yune Nogueiras que sufren las mil y un desdichas a las que les somete el inquisitorial juicio. El resto de la película no es más que pasable.
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