Las críticas de José F. Pérez Pertejo en la 68 SEMINCI:
Música
Hubo a la finalización de la proyección de la película alemana Música (Musik) en la sesión matinal del Teatro Calderón una doble sensación de alivio entre los espectadores: en primer lugar porque se acabase algo bastante parecido a una tortura y, en segundo lugar, porque al iniciarse las habituales conversaciones post película, pudimos constatar que no, no éramos idiotas, a la inmensa mayoría de los espectadores nos había ocurrido lo mismo, habíamos entendido entre poco y nada.
Y es que la directora alemana Angela Schanelec oficia en Música un ejercicio de estilo con el que desprecia absolutamente, no ya los principios de la narrativa clásica, sino los más elementales fundamentos narrativos para que un relato sea mínimamente inteligible. Pues no se lo pierdan, Música recibió el premio al mejor guion en el Festival de Berlín allá por el pasado mes de febrero. Siempre he tenido curiosidad por saber qué tipo de sustancias estupefacientes ingieren por cualquier vía los componentes de (muchos) jurados de festivales, porque no hay otra forma de entender según qué palmareses sino es porque han sido consensuados bajo los efectos de algún potente inhibidor de las funciones cerebrales. Me cuesta encontrar algo premiable en Música, pero si hubiera que hacerlo por algún grave imperativo, premiaría cualquier cosa antes que el guion.
Y es que uno podría pensar que la causa de tanta incomprensión es que la película sea tan experimental que sencillamente no tenga argumento y solo pretenda mostrar imágenes, texturas y sonidos. Pero no, no es el caso, relato hay, otra cosa es que se entienda. La sinopsis oficial de la película dice lo siguiente: “Abandonado al nacer en las montañas griegas en una noche de tormenta, Jon es acogido y adoptado, sin haber conocido a su padre ni a su madre. De joven, conoce a Iro, una celadora de la prisión donde está encarcelado tras un trágico accidente mortal. Parece buscar su presencia, le cuida y le graba música. La vista de Jon empieza a fallar… A partir de entonces, por cada pérdida que sufra, ganará algo a cambio. Así, a pesar de quedarse ciego, vivirá su vida más plenamente que nunca.”
Se supone que detrás de este argumento hay ecos de Sófocles y su Edipo Rey a través de determinados planos en los que el protagonista tiene los pies llenos de heridas, o incluso con la maldición de quedarse ciego, pero todos estas referencias son muy marginales y, en ningún momento, se rebelan de manera clara en el argumento. Con esto, como en todo lo demás que ocurre, es mucho menos lo (poco) que se cuenta que lo que se deja a la interpretación del espectador.
Pero lo que hace compleja (y antipática) la película no es la racanería con la que se nos cuenta el argumento, sino que la directora Angela Schanelec pone, por encima de todo, un dispositivo formal tan asfixiante que anula el relato, la estética y hasta el trabajo interpretativo de los actores.
Este dispositivo formal se sustenta básicamente en tres principios que para la directora parecen ser irrenunciables y que, como digo, devoran la película. En primer lugar la concepción de lo visual se sustenta en una sucesión de planos fijos (algunos con levísimos movimientos horizontales de la cámara) que a modo de cuadros frontales nos muestran las andanzas del joven Jon (Aliocha Schneider) y sus amigos por Grecia. En segundo lugar, un ritmo lento en el que los planos se dilatan en el tiempo de un modo innecesariamente largo y, en tercer lugar el empleo (un tanto arbitrario) de elipsis temporales que terminan de confundir a los pocos espectadores capaces de resistir el estatismo de los planos y su moroso ritmo.
Todo este dispositivo fílmico (estático, lento e inconstante en una línea temporal) se prolonga durante las siguientes secuencias en la cárcel a dónde Jon va a parar tras un desafortunado accidente para conocer a Iro (Agathe Bonitzer) una funcionaria de prisiones de la que se enamora y con la que emprende una nueva vida al salir de prisión. A partir de aquí, se irá cocinando el drama con el que concluye la primera mitad de la película (o lo que podríamos llamar el primer acto).
El segundo acto comienza con las mismas formas y el mismo tono hasta que, conforme nos acercamos al final de la película, la cámara comienza a ser un poco más libre, aparece la música (aludida en el título de modo incomprensible hasta entonces) tanto diegética como extradiegética y el ritmo se incrementa un poquito. Pero a estas alturas de la película, Schanelec ya ha perdido a la mayoría de los espectadores por el camino. Tan solo los que hayan sido capaces de captar las crípticas claves del relato y de dar por buenos los códigos visuales y narrativos de la directora habrán comprendido algo. No es mi caso. Tampoco el de la mayoría de espectadores con los que compartí una sesión que terminó con hostiles pateos.
Descubre más desde No es cine todo lo que reluce
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.