Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
Cantando bajo la lluvia
Hay una pregunta con la que los cinéfilos nos ponemos un poco tontorrones y no es otra que la de ¿cuál es tu película favorita? Solemos responder de manera airada, con aspavientos… ¡pues vaya pregunta!, ¡eso no se puede responder, te podría decir cien!, pero en el fondo, muy en el fondo, aunque no lo reconozcamos nunca, nos gusta que nos la hagan porque nos da rienda suelta para nombrar de corrido esas decenas de películas que podrían ser nuestra película favorita. He generalizado incluyendo a todos los cinéfilos, que es otra cosa que solemos hacer, cobijarnos en el grupo, y aunque tengo muchos amigos cinéfilos a los que les ocurre lo mismo (aunque no lo confiesen), estaba hablando a título personal. El caso es que no sé cual es mi película favorita, de verdad, lo digo con la mano en el corazón, no lo sé, si me obligasen a decir un título a punta de navaja, la respuesta dependería del día en que me pillasen, pero no sería de extrañar que respondiera Cantando bajo la lluvia.
Cantando bajo la lluvia es, ante todo, una exaltación de la alegría como forma de vida. Para ello se conjuga una bonita historia de amor, otra no menos bonita de amistad, un divertido homenaje al cine como arte y como industria y todo ello se compacta con una decena de fantásticos números musicales escritos, coreografiados, filmados, cantados y bailados por los responsables de la edad de oro del musical en Hollywood y, hablando de musicales, eso es tanto como decir la edad de oro del musical en toda la historia del cine.
Si tenemos que señalar a los responsables es obligado empezar por Arthur Freed, alma mater de todos los grandes musicales de la Metro Goldwyn Mayer incluyendo títulos como Cita en San Louis (Vincente Minelli, 1944), Desfile de Pascua (Charles Walters, 1948), Un día en Nueva York (Stanley Donen y Gene Kelly, 1949), Magnolia (George Sidney, 1951), Un americano en París (Vincente Minelli, 1951), Gigi (Vincente Minelli, 1958) o esta Cantando bajo la lluvia que ahora nos ocupa por no citar más títulos y hacer la relación interminable.
Freed, letrista de cientos de canciones y productor, trató de reunir a casi el mismo equipo con el que apenas un par de años antes había triunfado con Un día en Nueva York, Stanley Donen y Gene Kelly en la dirección y la coreografía, Adolph Green y Betty Comden como guionistas, Lennie Hayton en la dirección musical, Cedric Gibbons como director artístico y Harold Rosson en la dirección de fotografía. Se incorporaron el compositor musical Nacio Herb Brown en sustitución del gran Leonard Bernstein y el diseñador Walter Plukett que reemplazaba a Helen Rose al cargo del vestuario.
Estos nombres, junto a otro puñado de mentes brillantes dieron a luz una película inmortal que nos sumerge en un estado de felicidad desde el momento inicial a las puertas del Teatro Chino de Hollywood donde la periodista Dora Bailey nos asegura: “¡Qué noche, damas y caballeros, qué noche!” mientras la multitud de fans espera la llegada de las estrellas Don Lockwood (Gene Kelly) y Lina Lamont (Jean Hagen) al estreno de su último éxito cinematográfico. Todo es una exhibición del rutilante star-system de los años dorados del cine mudo en los momentos en los que Hollywood se asomaba con escepticismo al nacimiento del sonoro.
Precisamente es esta transición del cine mudo al sonoro la que ocupa el centro de un relato plagado de divertidísimas anécdotas sobre los rudimentarios inicios de los sistemas de sonido, la falta de sincronización entre imágenes y voz o las dificultades de adaptación de verdaderas estrellas del cine mudo que, o bien no sabían hablar con una dicción adecuada, o bien tenían un timbre de voz espantoso, o bien ambas cosas al mismo tiempo como le ocurre a una Lina Lamont con la que Jean Hagen hace una tronchante interpretación que le valió una nominación al Óscar a mejor actriz de reparto.
También sufrieron con el cambio los hasta entonces imprescindibles pianistas que acompañaban las películas mudas con sus ejecuciones musicales, salvo que, como en el caso de Cosmo Brown (un sublime Donald O’Connor) fueran ascendidos a directores musicales. Lo que hace Donald O´Connor en Cantando bajo la lluvia es muy difícil de describir (y de creer) sin verlo. Es el clown perfecto, el manejo de su cuerpo, de su gestualidad y de su voz es apabullante durante todo el film, pero particularmente en «Make ‘Em Laugh», su único número en solitario en el que, homenaje a Chaplin incluido, hace absolutamente de todo: saltar, caerse, levantarse de maneras inverosímiles, golpearse con tablones, chocar contra muros, atravesar paredes y andar en vertical sobre una pared para caer hacia atrás haciendo un giro de 360º. Es decir, esas cosas que en el cine del siglo XXI se hacen cómodamente sentados con tecnología CGI, en 1952 las hacía un actor, cantante y bailarín a base de talento y ensayos.
El papel protagonista femenino, Kathy Selden, recayó en una jovencísima Debbie Reynolds que, a sus diecinueve años, se enfrentaba a su primer papel protagonista con un personaje muy exigente tanto en lo interpretativo como, especialmente, en lo coreográfico. Reynolds, que había sido gimnasta, no tenía apenas experiencia como bailarina y dicen las crónicas que ensayó cientos de horas junto a Gene Kelly hasta conseguir un resultado impecable a lo largo de toda la película y de un modo muy especial en “Good morning”, uno de los mejores números musicales de la película, en el que el trío de bailarines (Kelly, Reynolds y O´Connor) alcanzan la perfección. Reynolds interpreta a una Kathy Selden dulce y adorable, pero imprimiéndole un firme carácter orgulloso que la aleja del arquetipo de los personajes femeninos (la chica de la peli) preponderantes en la época.
Es tanta la admiración que le tengo que me resulta muy difícil hablar de Gene Kelly sin caer en la hipérbole. En la clásica discusión con Fred Astaire sobre quien es el mejor bailarín de la historia del cine, me decanto sin duda por Gene Kelly. Es una discusión sin sentido, lo sé, pero a los aficionados al cine también nos gustan estas cosas. Reconozco a Fred Astaire una mayor elegancia bailando, pero en mi opinión está lejos del carisma, la energía, y la contagiosa alegría de Kelly. En Cantando bajo la lluvia hace su personaje más memorable y eso es mucho decir si echamos un vistazo a su filmografía. Entrar en detalles de lo que hace en cada número musical daría para una monografía, en todos está absolutamente soberbio, pero su interpretación, su voz y su baile en el icónico número “Singin’ in the Rain” justificaría su paso a la historia del cine aunque no hubiera hecho nunca nada más.
El reparto de estrellas no termina ahí, también tenemos a una por entonces poco conocida Rita Moreno (su momento de gloria llegaría nueve años después con West Side Story) como la actriz de reparto Zelda Zanders y a la gran Cyd Charisse a la que los productores reservaron para el apoteósico número final “Broadway Melody” en el que Kelly ideó una imaginativa coreografía que incluía bailar con un velo de seda blanca de nueve metros de largo y cuyo rodaje se prolongó durante dos semanas.
Hay innumerables leyendas sobre la película: que “Make ‘Em Laugh” se filmó en un solo día tras el cual Donald O´Connor tuvo que permanecer varios días en la cama, que los pies de Debbie Reynolds sangraban al finalizar de rodar “Good Morning” o que Gene Kelly tuvo que ser hospitalizado por una infección respiratoria tras las muchas horas necesarias para filmar, completamente empapado “Singin’ in the Rain”. Sean o no ciertas, Cantando bajo la lluvia es una de las películas incontestables de la historia del cine. Un clásico inmortal que, a pesar de sus setenta años, ha envejecido fenomenalmente. Un musical sobre el cine dentro del cine lleno de personajes carismáticos y con algunos de los mejores números musicales jamás filmados merece ser visto en una sala de cine.
Su reestreno en más de cien salas de nuestro país me ha parecido una magnífica oportunidad para escribir sobre ella y animar a todas las nuevas generaciones a que la descubran de la forma que fue ideada: ser proyectada en una pantalla grande.
Para terminar donde empecé, sigo sin saber cuál es mi película favorita, pero sí sé que lo que ocurre entre el minuto 68 y el 72 de Cantando bajo la lluvia son mis cuatro minutos favoritos de toda la historia del cine.