Las críticas de Carlos Cuesta: Palmeras en la nieve
Ha llegado este fin de semana a la cartelera un título español con el atractivo aire de las superproducciones internacionales. Palmeras en la nieve es un elogioso intento de Atresmedia de estrenar una película de envergadura sobre un importante episodio de la historia de España como es la independencia de Guinea Ecuatorial. Al adaptar la novela de Luz Gabás, el director Fernando González Molina ha puesto en imágenes concretas el exotismo de esta tierra africana, la actividad en las plantaciones de café, los conflictos raciales entre blancos y negros, y lo que es más interesante, abandona la ecuación «cine histórico español igual a cine de la Guerra Civil». La película se enfrenta no obstante a varios obstáculos; el primero y más evidente es el frecuente problema de credibilidad de las actuaciones, seguramente injusto pero patente; lo digo con el convencimiento de que la misma historia puesta en pie con actores extranjeros sería más valorada por el público nacional.
Killian (Mario Casas) es un joven guineano de origen aragonés y criado en España que llega en 1954 a la plantación de café donde trabajan su padre y su hermano. Son la élite social de una colonia donde el hombre blanco impone su ley y explota los recursos naturales y humanos del territorio. Aunque su hermano Jacobo vive la gran vida sin ningún apego al alma del país, Killian comparte con su padre (Emilio Gutiérrez Caba) una inocente fascinación por las tradiciones de esta tierra, sus costumbres, sus creencias, sus cantos, su vida y sus gentes. Es así como se enamora de Bisila (Berta Vázquez), una mujer que está a punto de contraer matrimonio sin su consentimiento, lo que complica un sincero romance que trasgrede la ley y las convenciones de la época. De fondo, el rumor creciente de una población que reclama su independencia.
Palmeras en la nieve tiene de su lado una fabulosa presentación visual, una calurosa y hermosa paleta de colores, una lograda recreación de los lugares y atuendos de la Guinea de los años 50 y un interesante relato tanto en lo dramático como en lo histórico. A esto podemos sumarle una vigorosa banda sonora de un joven compositor en auge (Lucas Vidal) para redondear la presentación de esta ambiciosa producción en la que han participado 3.500 personas, dato que enarbolan con orgullo los títulos de crédito al final de la película, y con sobrados motivos.
La producción puede aportar a los lectores de la novela de Gabás una nueva mirada más específica y concreta a los escenarios recreados en las páginas de su libro; a las admiradoras de Mario Casas les aportará una nueva lección intensiva sobre la orografía de sus músculos, y a sus detractores mucha más munición para inventar chistes sobre la tendencia de sus personajes a ir sin camiseta. La película tarda menos de un minuto en mostrárnoslo revolcándose en una cama con Berta Vázquez; algo que es a la vez una exitosa manera de invocar nuestra envidia, un interesante ejercicio de esteticismo sexual y una declaración de intenciones de la película. Puedo equivocarme, pero la tórrida imagen de dos semidioses de ébano y marfil explotando su deseo apenas iniciada la historia apunta a un melodrama para hacer suspirar a las muchachas y complica seriamente la identificación con los personajes: no esboza la historia de algo que se vivió o que podríamos haber vivido, sino los sucesos novelescos (en el sentido menos verosímil del término) de unos episodios que difícilmente nos ocurrirán a nosotros.
Adriana Ugarte interpreta a la hija de Jacobo y asume el papel de nexo entre el pasado y el presente, al comenzar una investigación personal sobre los años en que su padre y su tío vivieron la colonización de Guinea y su independencia política. Las idas y venidas en el tiempo son un recurso que se aplica con escasa efectividad y sin sacar provecho al único personaje con el que el espectador podría identificarse, ya que éste descubre un lugar y una época al tiempo que el alter ego de Ugarte. A mi juicio su personaje no termina de insertarse en el relato y apenas sirve para ahondar en la simpleza superficial y estereotípica con la que la producción pretende obligarnos a sentirnos fascinados con cada peculiaridad étnica, con cada panorámica del exuberante paisaje y con cada explosión épico-sonora.
La admiración del espectador suele requerir más que la boca abierta de un personaje para compartir su entusiasmo. Una buena interpretación es la llave de la credibilidad; ésta nos debería llevar a la identificación con los personajes; ésta a la adquisición de sus sentimientos y llegados ahí, la intervención de la fotografía y la música elevaría las sensaciones para lograr la magia de vivir a través de otro. No dudo de que el plantel, con Mario Casas al frente, haya puesto todo de su parte para hacer de Palmeras en la nieve nuestra oportunidad de vivir dentro su argumento. Sin embargo el protagonista está lejos de ser capaz de llevar sobre sus hombros (por más fuertes y definidos que estén) el gran peso de una gran historia, de un gran relato y de una película que pese a sus defectos, y su excesiva duración, es muy interesante.
No cabe duda de que la novela tiene más opciones para desarrollar los personajes y sus motivaciones y que la intimidad de la lectura es más oportuna y goza de más espacio para hacer creíble un apasionado amor que nace en circunstancias poco propicias. Es por eso que cada intervención de cada actor es una oportunidad para marcar la diferencia y para marcarnos a nosotros como espectadores. El esfuerzo de adaptación del guionista Sergio García Sánchez debería aportar a los intérpretes herramientas para intensificar su credibilidad, pero tan solo alcanza a poner en su boca toscas lecciones sobre moral, igualdad y simplezas sociopolíticas que difícilmente pueden explicar lo que ocurrió en la Guinea de los años 50 y 60. Los dramas particulares acaparan tiempo que a mi parecer deberían haber pertenecido a los acontecimientos históricos generales.
No quiero sin embargo ser más injusto de la cuenta y pese a lo dicho puedo alabar el esfuerzo majestuoso de una producción que logra su objetivo dramático en varias escenas claves y que nos ofrece una factura técnica y visual impecable. La convencional pero consecuente realización de Fernando González Molina nos apunta las actitudes de un cineasta ligado a la estela de Mario Casas, un actor hiperfotogénico que puede llegar a ser una gran estrella internacional si encuentra quien le ayuda a canalizar una energía interpretativa que, por el momento, se esfuma en poses y actitudes primarias y bastante poco creíbles.
Con todo, Palmeras en la nieve es un nuevo esfuerzo de un cine español que se atreve y que va tumbando ciertos complejos. La intención está ahí. En Francia, una aproximación similar a la adaptación de una novela sobre la independencia de Argelia y la vida de sus colonos (Lo que el día debe a la noche) se topó con parecidas dificultades y cometió errores parecidos. Así que más que cargar las tintas contra las carencias concretas de esta producción española también es de ley animar a sus responsables a seguir lanzando proyectos de este tipo, siempre con el afán de mejorarlos.
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