Las críticas de José F. Pérez Pertejo: en el 71 Festival de San Sebastián:
MMXX
Tras dos horas y cuarenta minutos de aburrimiento supremo y estupefacción ante la capacidad del director rumano Cristi Puiu para construir minutos de metraje a partir de la nada más absoluta, acudo a la rueda de prensa del propio director y parte del equipo con la esperanza (sincera) de que me hagan cambiar de opinión ayudándome a ver o entender lo que yo no he sido capaz de ver y entender solito.
Esfuerzo estéril. La rueda de prensa que resulta ser casi tan aburrida como la película consiste, aparte de naderías varias y los cumplidos habituales, en media docena de preguntas sobre las decisiones de puesta en escena o la importancia de las palabras que Cristi Puiu contesta con laconismo e indefinición, escudándose en que el inglés no le permite explicarse adecuadamente, para dejar claro que la mayor parte de las decisiones de rodaje fueron improvisadas y arbitrarias. Y así ha salido la cosa, claro.
MMXX, que es el título del muylargometraje, alude al año 2020, el año de la pandemia Covid 19 entre cuyas muchas y lamentables secuelas clínicas habría que añadir el aburrimiento sufrido ante varios experimentos cinematográficos como el que nos ocupa.
MMXX nace de un taller de actores no profesionales que se reúnen para hacer un guion, los participantes en el taller pagan una cuota que luego se emplea para producir la película junto a las aportaciones de otros productores. Al taller asiste el muy reputado (todavía no sé por qué) director rumano Cristi Puiu que, uniendo cuatro historias surgidas del taller de guion, compone una película episódica que, en realidad, son cuatro mediometrajes juntos uno detrás de otro. La cosa habría funcionado mejor como miniserie de televisión, al menos no exigiría dedicar 160 minutos seguidos a algo que, en conjunto, no tiene ni pies ni cabeza.
Al principio parece que va a haber cierta hilazón argumental gracias a personajes que se repiten, una de las protagonistas de la primera historia aparece en la segunda y un personaje, apenas marginal en la segunda, asume el protagonismo de la tercera. No es así. Argumentalmente no hay conexión entre las historias y la cuarta, probablemente la más lograda desde el punto de vista fílmico no tiene relación argumental alguna con las tres anteriores y pilla al espectador al borde de la extenuación. El único nexo común entre las historias es la pandemia Covid como telón de fondo, a partir de ahí, cada espectador puede construirse la interpretación que quiera, pero será su construcción, no la de la película.
En la primera de las historias, filmada en plano secuencia con levísimos movimientos de cámara, asistimos a la consulta (casera) de una psicoterapeuta a una paciente con un trastorno de personalidad que, entre otros matices que sería largo precisar, incluye un divertido complejo de superioridad sobre el resto de la humanidad. Como la película acaba de empezar y ciertamente algunas de las cosas que dice la paciente tienen cierta gracia, esta primera historia, que lleva por título “Sempre Libera” (como el aria de La Traviata que escucha la terapeuta antes de la llegada de su paciente), resulta, al menos, digerible.
La segunda de las historias se titula «Baba Au Rhum», que es el nombre de un postre que está cocinando la protagonista que no es otra que la psicoterapeuta de la primera historia. La cámara abandona el estatismo del primer episodio para moverse continuamente, casi siempre desde el hombro del operador, para seguir a los personajes de un lado a otro de un apartamento en el que la protagonista discute con su hermano y con su marido, un idiota integral, que presuntamente está estudiando. La conversación es absolutamente intrascendente hasta que una llamada de teléfono les informa que una amiga de la protagonista, a punto de dar a luz, se ha infectado de Covid y ha tenido que acudir al hospital. A estas alturas, MMXX comienza a indigestarse.
El tercer episodio titulado «Norma Jean Mortenson» es una rematada tomadura de pelo, de nuevo un plano secuencia, prácticamente un plano fijo con levísimos movimientos horizontales de cámara, nos muestran a dos personajes en lo que se intuye como la sala de estar para el personal sanitario de un hospital. Uno de los personajes es el marido de la terapeuta de los dos anteriores episodios que, efectivamente, confirma que es idiota, pero hasta ahí la conexión. La conversación no puede ser más absurda e insustancial (ese día en el taller no estuvieron inspirados, hablan de culos, de tetas… todo muy edificante).
Todo termina, ¡por fin!, con un cuarto episodio cuyo título no he podido entender pues el rótulo tenía caracteres cirílicos y uno tiene sus (muchas) limitaciones. Es, como he dicho antes, el de mayor calidad cinematográfica, el problema es que el espectador que ha resistido hasta aquí está tan sumido en el tedio que no resulta fácil prestarle la atención que podría merecer. Un inspector de policía atormentado por la muerte de un compañero interroga, en un funeral, a una mujer que es al mismo tiempo víctima de algún oscuro maltrato y sospechosa de un no menos oscuro crimen. Hay en este episodio un guion con cierto sentido, decisiones cabales de puesta en escena, montaje cinematográfico… es decir, esos detalles fundamentales en el cine que Puiu ignoró en las tres primeras historias.
Imagino que habrá quien ante este descomunal ejercicio de improvisaciones y desprecio por los convencionalismos narrativos clásicos encontrará un montón de virtudes que hagan a la película acreedora de elogios y premios. Veremos si no termina en el palmarés con algún premio importante. Allá cada cual. Conmigo que no cuenten.