Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
Ciclo Mia Hansen-Løve
Un amour de jeunesse (2009)
Para su tercer largometraje, Un amour de jeunesse, Mia Hansen-Løve escribió una historia de amor iniciático como hace ver su elocuente título francés, cuya traducción literal sería Un amor de juventud aunque en España se estrenó con el título francés seguido de “Primer amor” entre paréntesis.
El inicio del film nos sitúa en París en 1999. Camille (Lola Créton) y Sullivan (Sebastian Urzendowsky) son dos jóvenes adolescentes que viven una relación romántica cuya idílica apariencia no tarda en mostrar sus fisuras. Mientras Camille vive por y para Sullivan, éste hace planes que no la incluyen a ella hasta el punto de proyectar con sus amigos un viaje a Latinoamérica que le alejará de París durante casi un año.
Hansen-Løve pone la cámara sobre Camille con un candor especial, como si pretendiera que no se le escapara ninguna emoción del rostro de una Lola Créton que consigue transmitir todas las pulsiones de la felicidad y del dolor que solo puede causar un enamoramiento a esa edad. Camille vive su amor como lo único que la sujeta a su existencia y su posterior desamor como una auténtica enfermedad. Algo difícil de filmar sin caer en los lugares comunes o en las exageraciones. En esta película, como en ninguna otra hasta ese momento, Hansen-Løve explora la sensualidad a través del cuerpo de su jovencísima actriz, un elemento carnal que trata con delicadeza pero sin pudor y que se mezcla de forma indisoluble con el amor. Durante el primer tercio de película vemos a la pareja compartiendo conversaciones, caricias, reproches, sexo y bucólicas salidas al campo en las que se bañan en el río, retozan en la hierba o comen cerezas directamente del árbol.
El viaje de Sullivan a Venezuela marca un primer punto de inflexión en la película. El hundimiento emocional de Camille, intento de suicidio incluido, se seguirá de un reinicio personal en el que, por primera vez, comenzará a definirse por sí misma y no en función de otro, todo después de que en una emotiva visita al hospital su padre le haya dicho “tienes que pasar página”.
La vida prosigue y el film avanza, elipsis mediante, hasta septiembre de 2003, Camille se ha cortado el pelo y simultanea trabajos esporádicos como azafata o camarera mientras inicia su vida universitaria estudiando arquitectura. Varias secuencias en la Escuela servirán para acentuar el carácter solitario de Camille hasta que tiene lugar un viaje de estudios a Alemania y Dinamarca para conocer diversos enclaves arquitectónicos incluyendo el edificio de la Bauhaus o el Museo de Arte Moderno de Louisiana, cerca de Copenhague. Este viaje supondrá un cambio de rumbo desde el momento en que surge un encuentro emocional con Lorenz (Magne Håvard Brekke), uno de sus profesores, notablemente mayor que ella con quien inicia una relación, algo en lo que podría verse un eco de la vida personal de la directora que tendrá un reflejo mucho más evidente, años después, en La isla de Bergman, su séptimo film.
Mia Hansen-Løve vuelve en Un amour de Jeunesse al tema del paso del tiempo como elemento sustancial para explicar lo que les sucede a sus personajes, Camille necesita ese transcurrir del tiempo para afrontar su vida sin ataduras y asir su libertad. “Por primera vez no me pesa la soledad, el cielo parece despejarse por fin” se dirá a si misma tras descubrir que es capaz de liderar un proyecto de restauración de un edificio, de tener una relación con otra persona que no sea Sullivan y de, en definitiva, reinventarse a sí misma al ser capaz de trascender una visión idealizada del mundo que estaba condenada al fracaso.
Como en casi todas las películas de su directora, es fácilmente distinguible la división del film en sus diferentes actos dramáticos. En Un amour de Jeunesse, tras un primer acto de amor y desamor y un segundo acto de estabilización vital y autodefinición personal para Camille, Hansen-Løve conduce la película hacia un tercer acto cuyo epicentro argumental será el reencuentro, casi accidental, con Sullivan. El reinicio de la relación sin el candor de la adolescencia y con el añadido ingrediente de la infidelidad pondrá de nuevo a Camille en una tormenta emocional. Ahora parece ser Sullivan el que más sufre por no estar a la altura vital de quien fue su primer amor y le gustaría enmendar algunas decisiones egoístas del pasado. Se trata de un reencuentro que hace daño a ambos a pesar de la aparente felicidad. Y nuevamente, tal y como había anticipado Camille cuando expresó su deseo de volver al Louvre: “necesito hacer las cosas dos veces para que se fijen en mi memoria”, volverá a tropezar por segunda vez en la misma piedra tras el nuevo abandono de Sullivan.
La ausencia de una partitura original para la película, hace que como sea habitual en su cine, las canciones tomen protagonismo a través de una selección que no parece tener nada de accidental dada la relación de las letras de las canciones con la trama argumental. Nos encontramos aquí dos canciones en español de la cantautora chilena Violeta Parra: “Volver a los 17” cuyo elocuente título no necesita mucha explicación y la célebre “Gracias a la vida” con su lúcida reflexión sobre la importancia de todas las cosas de apariencia pequeña que realmente dan sentido a la existencia.
Pero es la canción “The water” de Johnny Flynn la que mayor peso tiene en el film, subrayando la importancia del agua, tan presente a lo largo de toda la película, tanto en las secuencias de la zona recreativa de baño junto a la playa danesa como en el río en el que, al inicio del film, Camille y Sullivan viven su amor y al que Camille volverá de nuevo en la hermosísima secuencia final para cerrar definitivamente una etapa de su vida con ese sombrero que Sullivan le había regalado volando hacia ninguna parte.
“El agua me sostiene sin siquiera intentarlo. El agua no puede ahogarme, he terminado con mi muerte”