jueves, abril 18, 2024

Crítica de ’El triángulo de la tristeza’: La arruguita del entrecejo o ¿quién paga la cuenta?

Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
El triángulo de la tristeza

Vivimos tiempos de banalidad, de frivolidad y de futilidad. Cada día escucho, cada vez con menos sorpresa, cómo gente a la que aprecio, incluso quiero, y por la que siento un profundo respeto intelectual, me habla de programas de televisión que me parecen detestables, de gente que gana cantidades ingentes de dinero a base de exponerse públicamente en redes sociales recomendando tal o cual producto comercial o haciendo emisiones a través de internet en los que “generan contenidos” que la gente consume con avidez. Me aseguran, esas personas a las que quiero y respeto, que ver esos programas o seguir a esos influencers les divierte, les relaja, les procura descanso intelectual tras un duro día de trabajo e, incluso, les ayuda a conciliar el sueño. Me alegro por ellos. A mí, los breves momentos que me he asomado por ahí, me han producido el efecto contrario. Y antes de que nadie me llame pedante o clasista intelectual diré que ni leo a Kierkegaard, ni reviso cada noche la filmografía de Béla Tarr (el cual me aburre mortalmente) ni dedico mi tiempo de ocio a escuchar a Shostakóvich. No sé porqué me justifico, en realidad, empieza a darme igual lo que me llamen.

El director sueco Ruben Östlund, en su sexto largometraje (la tercera parte de los cuales han ganado la Palma de Oro en Cannes), demuestra nuevamente que se mueve como pez en el agua en el terreno de la sátira. Y consigue poner en evidencia y ridiculizar la banalidad y frivolidad de la sociedad moderna (la del mal llamado primer mundo, claro, vayan ustedes a Ruanda a hablarles de “La isla de las tentaciones”) con ingenio, inteligencia y una curiosa mezcla de humor fino y sutil con el más zafio y de brocha gorda que puedan imaginar, porque momentos hay para todo en este El triángulo de la tristeza. Quizá sea esa combinación entre lo sutil y lo zafio, entre lo rebuscado y lo obvio, entre lo intelectual y lo visceral, la clave para erigirse como una película genial desde su autoconsciencia de ser intencionadamente excesiva y brutal.

Östlund divide su filme en tres capítulos, aunque la realidad es que el primero es una especie de breve prólogo y los dos siguientes, dos actos más largos, complejos y diferenciados. En el prólogo (o primer capítulo por seguir la estructura de su guionista y director) se nos presenta a la pareja protagonista, Carl y Yaya, interpretados por Harris Dickinson y la tristemente fallecida Charlbi Dean, un chico y una chica jóvenes, modelo él, influencer ella, ambos muy guapos y atractivos pero justitos de neuronas por decirlo de un modo generoso. Una discusión sobre quién paga la cena pone en solfa, al mismo tiempo, los roles de género tradicionales y ciertas inconsistencias del discurso feminista sigloveintiunesco. Este prefacio nos pondrá sobre la pista de lo que vamos a ver, una confrontación de ideas, tan libre como desbocada, y sin miedo alguno a traspasar las líneas de la corrección política.

El segundo capítulo, titulado “El yate”, es el núcleo central del film y el que desarrolla casi todas las tesis de Östlund, el protagonismo de Carl y Yaya se va diluyendo un poquito ante la aparición de múltiples personajes tan variopintos como un patético multimillonario solitario, un matrimonio de ancianitos que han hecho fortuna fabricando armas, un burdo empresario ruso (Zlatko Buric) que ha hecho fortuna vendiendo mierda (literal) y que propaga las bondades del capitalismo en confrontación con el capitán del barco (Woody Harrelson), un estadounidense proclive a beber más de la cuenta que se confiesa marxista. Todos comparten un crucero de lujo con una convivencia gobernada por la banalidad más absoluta. Todo es excesivo, hiperbólico y cercano al dislate, pero funciona. Funciona como caricatura de una sociedad putrefacta donde perviven las diferencias de clases que, por momentos, emparentan al film con las series Arriba y Abajo o Downton Abbey, con esa tripulación siempre dispuesta a agradar a los pasajeros con el servilismo más patético y grotesco.

El tercer acto, cuyo título no diré para no dar pistas de dónde acaba el crucero, se presenta más sobrio en las formas expresivas, Östlund no recurre tanto al exceso visual ni a los exhibicionismos escatológicos, pero afila el lapicero a la hora de escribir un guion que dispara sin tanto ruido como el acto precedente, pero, tal vez, con más puntería para señalar la inconsistencia de la estructura que sostiene los roles sociales. De repente no pinta tanto el más guapo (o guapa) ni el más rico (o rica) sino aquel (o aquella) que sabe manejarse con los más elementales mecanismos de supervivencia. Y aquí es donde surge un nuevo personaje, Abigail (Dolly De Leon) hacia el que se desvía el protagonismo y al que Östlund confía el gobierno del relato y el desenlace del film.

Con un buen y consistente reparto en el que no destaca nadie (y eso en una película así es una virtud), una inteligente puesta en escena y una acertada selección musical, El triángulo de la tristeza es una película poco (o nada) complaciente y divertida de un modo socarrón que apela a la inteligencia del espectador para que se cuestione algunos de los fundamentos sobre los que se está consolidando la contemporaneidad que nos ha tocado vivir.


¿Qué te ha parecido la película El triángulo de la tristeza?

El triángulo de la tristeza

8

Puntuación

8.0/10

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