El estreno de Judy en salas comerciales hace unos meses me pilló con la cartelera a rebosar de títulos que me provocaban mucha menos pereza que el enésimo biopic de una estrella del cine o de la música. Tampoco tengo a Judy Garland en mi altar particular de glorias de Hollywood aunque caigo rendido ante su breve y desgarradora intervención en ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961) y me parece admirable su interpretación en Ángeles sin paraíso (John Cassavetes, 1963).
Es por esto, que he aprovechado su estreno en plataformas digitales para recuperar esta película que le valió a Renée Zellweger su segundo Óscar y que viene a incrementar la nómina de estatuillas entregadas por encarnar personajes reales. Y puesto que Hollywood parece haber encontrado un filón en este tipo de películas y que a los académicos les pirra votar por sus protagonistas, creo que la Academia de Hollywood debería considerar una nueva categoría de Óscar a la mejor imitación y dejar libres los de mejor actor y actriz para genuinas interpretaciones.
En los últimos veinte años se han entregado Óscar por (ojo, muy meritorias) imitaciones de, entre otros personajes reales menos conocidos, Ray Charles, Truman Capote, Jorge VI, Abraham Lincoln, Stephen Hawking, Winston Churchill, Freddie Mercury, Katherine Hepburn, Virginia Woolf, Isabel II de Inglaterra, Edith Piaf, Margaret Thatcher y Judy Garland. Sé que esto podría abrir un amplio debate y no pretendo menospreciar el talento y descomunal trabajo de los actores que les han dado vida. Pero, por poner sólo el ejemplo que nos ocupa, ¿puede equipararse la (excelente) imitación de Renée Zellweger a Judy Garland de quien existen muchas horas de vídeo para captar sus gestos, sus inflexiones en la voz o su actitud corporal con la brutal creación del personaje al que Scarlett Johansson da vida en Historia de un matrimonio o la maravillosa interpretación de Saoirse Ronan en Mujercitas? En la opinión de quien esto escribe, no.
Vamos a la película, el problema de Judy, que pasó sin pena ni gloria por las salas de cine, es su exasperante convencionalidad que la convierte en un rutinario vehículo para el lucimiento de su protagonista con todas las miras puestas en el objetivo que finalmente se consiguió: el Óscar. El guion de Tom Edge, adaptando el musical teatral “End of the Rainbow” de Peter Quilter, peca de insustancial y está plagado de secuencias de relleno que no aportan gran cosa salvo minutos de metraje. Tampoco los personajes secundarios gozan de la enjundia suficiente para resultar carismáticos o eclipsar durante algún momento a la estrella y el único nombre de relumbrón es el veterano Michael Gambon.
Renée Zellweger maneja a la perfección los registros de madre atormentada, artista decadente, permanentemente agarrada a una copa con alta graduación o a pastillas que la conecten y la desconecten de su desgarradora realidad. Además, canta con bastante solvencia aunque no alcance el registro vocal de su modelo. El problema es que tras las capas de maquillaje encontramos a una mujer que vagamente recuerda a la pizpireta y carismática actriz que en la primera década del siglo nos divirtió con las dos primeras partes de El diario de Bridget Jones o con su brillante interpretación de Roxie Hart en Chicago.
El reputado director teatral londinense Rupert Goold hace su segunda incursión en el cine con este retrato de una mujer explotada desde niña por el monstruo de Hollywood y convertida en una máquina de hacer dinero por aquel déspota llamado Louis B. Mayer. Se encarga de contárnoslo mediante melifluos flashbacks con una actriz de incuestionable parecido físico a la jovencita Judy Garland, pero el grueso del metraje del film nos sitúa en los años crepusculares de la actriz cuando todas sus adicciones ya le habían cerrado las puertas de Hollywood y busca refugio en un Londres que la adoraba.
Goold conoce los escenarios y acierta en la filmación de las actuaciones musicales, pero no es capaz de imprimir pulso a una película que languidece presa de un guion sin garra y que se ve siempre al borde del bostezo a pesar de una fastuosa producción que no repara en gastos y de algunos aciertos artísticos como la dirección de fotografía de Ole Bratt Birkeland que hace maravillas con la luz en las secuencias de escenario. El emotivo y previsible final trata de mejorar un poco el sabor de boca en el espectador y apuntala el voto académico de los indecisos que pudieran quedar a estas alturas del metraje. La película no da para más.
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