Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
La ley del mercado
Durante las últimas semanas parece talmente que la cartelera española esté celebrando el Festival de Cannes con (casi) un año de retraso. A los estrenos durante las últimas semanas de El hijo de Saúl, La juventud, Mia madre o Carol, llega ahora un quinto título de su sección oficial: La ley del mercado de Stéphane Brizé que fue galardonada con el premio de interpretación al mejor actor para su protagonista Vincent Lindon.
Tenía muchas expectativas por volver a ver una película de un director que hace seis años me maravilló con la contenida emotividad de Mademoiselle Chambon en la que el propio Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain interpretaban una historia de amor rodada a base de poéticos silencios y sostenidas miradas. El caso es que la contención emocional que suponía una de las mayores virtudes de aquella película se convierte en La ley del mercado en su mayor defecto, Stéphane Brizé se pasa de austero filmando y coloca al espectador a una distancia enorme de lo que cuenta en pantalla. A pesar de que es imposible no conectar con Vincent Lindon que está soberbio como ese cincuentón parado que se agarra como un clavo ardiendo a la (probablemente) última oportunidad que la vida laboral le ofrece como vigilante de seguridad en un supermercado, una vez asumida la desgracia de Thierry (así se llama el cincuentón), el espectador apenas tiene agarraderas a las que asirse a una historia que Brizé rueda en tono casi documental.
El resto de los personajes están solo abocetados en un guion un tanto perezoso y son interpretados por actores no profesionales cuyo amateurismo en algunos casos (pocos) canta por soleares y únicamente sirven como instrumentos para hacer avanzar la trama. Ni siquiera llegamos a saber nada profundo de la familia de Thierry a parte de lo obvio, su hijo tiene una parálisis cerebral y su esposa es una mujer comprensiva que no tiene ninguna participación en el conflicto vital del protagonista.
La película, filmada con un estilo seco, árido y desabrido, está montada a base de secuencias larguísimas concatenadas con breves momentos de “cinema verité” en los que Thierry friega los cacharros o prepara la cena. Las secuencias parecen estar alargadas con deliberada intención de incomodar al espectador y a fe que lo consiguen. Brizé no utiliza ornamentos, no hay música no diegética hasta la secuencia final previa a los títulos de crédito y en ningún momento se permite ninguna licencia estética.
Indudablemente el mayor mérito de la película estriba en la interpretación de Vincent Lindon cuyo rostro es utilizado como un lienzo por el director para dibujar la devastación que la crisis (y su hijo el desempleo) han provocado en la vida de este hombre estoico, pertinaz y honesto al que su nuevo trabajo le pondrá en la difícil situación de convertirse en acusador de otras víctimas, que como él, luchan por subsistir en una vida que se les ha vuelto hostil. En raras ocasiones la cámara se aparta de Vincent Lindon que está en plano durante prácticamente todo el metraje. Su cara, su mirada franca pero un tanto humillada y sus elocuentes silencios son (como ocurría en Mademoiselle Chambon) el espejo en el que nos miramos como espectadores.
La ley del mercado es una nueva entrega de ese cine social europeo que parece tener siempre como referencia a los hermanos Dardenne o a Ken Loach y que en España encarnó durante unos años Fernando León de Aranoa; pero se distingue de estos referentes en un estilo mucho más distanciado. Se agradece la limpieza de la mirada de Brizé que en ningún momento se pone panfletario, didáctico o discursivo; el problema es que el planteamiento formal del film puede resultar indigesto a algunos espectadores no acostumbrados a secuencias tan largas y a un final un tanto abrupto, abierto, deliberadamente ambiguo para que el espectador piense lo que quiera.
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