viernes, marzo 29, 2024

Crítica de ‘The undying dream we have’: Jisei Tsuji, el nigromante sensible

Las críticas de Carlos Cuesta: The undying dream we have

El pasado viernes se proyectó por primera vez en Europa el último film de Jisei Tsuji (Acacia, Filamento, París, Tokyo Paysage), una hermosa historia acerca del duelo por los seres queridos y cómo mantenerlos presentes en nuestra vida cotidiana una vez que han muerto. Samenagara miru yume se presentó a la sección oficial del XVI Festival Internacional de Cine Asiático de Tours (Ficat) bajo el título inglés The undying dream we have. El refinado gusto estético del realizador, la tensa calma de la trama con un ritmo muy japonés y una sensibilidad extrema, también muy nipona, ha conseguido salvar la enorme distancia entre las concepciones occidental y asiática de la muerte, el duelo y las presencias espirituales en el mundo terrenal.
Un célebre director teatral (Yoshikuni Dochin), sumido en una fuerte depresión, decide abandonar la compañía que ha logrado sacar adelante junto a su mejor amigo. A las puertas del estreno de su última producción, la tensión con la bailarina principal crece, al sentirse comparada injustamente con la anterior diva, pareja del director. Dicha artista, Aki (Rin Rakanashi), vive recluida en la casa que comparte con su marido. Los motivos por los que no continúa ejerciendo su papel son la causa de un misterio que sobrevuela la historia durante el inicio de la película, aunque rápidamente se desvela que esa mujer de comportamiento un tanto histriónico falleció hace dos años en un accidente de tráfico.

Tsuji subrayó en un coloquio posterior con el público que esencialmente su film no es una película de fantasmas, y si los espectadores piensan que lo es, se debe en todo caso a que no lo ha dirigido bien. En absoluto. La realización es fabulosa y el ritmo ciertamente lento es una circunstancia cultural y estética que sabe mutar en ciertos momentos cumbre; la dosificación rigurosa del primer plano, la utilización del contraplano, de la visión subjetiva, de los elementos sonoros se ven acompañadas de una plasticidad armónica y densa, acentuada en los momentos en los que Aki representa una danza entre hermosa, siniestra y patética que la mantiene atada al mundo de los vivos.
El director insiste en conectar la acción de The undying dream we have con recuerdo de las víctimas del tsunami de 2011, expresión masiva de la pérdida humana. El lugar del rodaje, Kyoto, fue escogido precisamente por su fuerte vinculación al mundo espiritual y de los muertos, cuya convivencia cotidiana con los vivos se percibe en el contexto japonés, y más concretamente en dicha ciudad, de una manera más normalizada que lo que pudiera ser en el mundo occidental.
Para mí, la presencia de Aki como la representación de una fantasma se me revelaba al principio inverosímil, demasiado evidente (quizá El sexto sentido haya hecho más daño del que parece); pero lo cierto es que la evolución de la relación entre los dos protagonistas va tomando una dinámica enormemente profunda y auténtica. La revelación de la muerte accidental de Aki no logró sino asentarme en la idea de que ella estaba presente, más aún que cuando creía que ella seguía viva. De hecho, el aspecto que ella presenta en diversas escenas es mucho más vivo y saludable que el del deprimido y angustiado Yuuji.
Rin Rakanashi y Anna Ishibashi (Hina, hermana de Aki) sobresalen especialmente en su actuación. Rakanashi borda un papel complejo por su patetismo, supeditado a las emociones y altibajos de su marido, pues cabría suponer que es la mente de éste la que construye las acciones y las palabras del espíritu presente. Esa encrucijada, seguramente más firme en el espectador europeo, de percibir a Aki como una invención de la mente del viudo Yuuji o como una presencia real, ejerce una fabulosa tensión que alimenta la fuerza de la película; Ishibashi, enfurecida con Yuuji al considerar que éste le arrebató a su hermana, se verá inmersa en una subtrama en la que tratará de encontrar a su padre, al que nunca conoció. Esta búsqueda de su identidad le pondrá en contacto con una serie de personajes que permitirán comparar la ausencia provocada por la muerte con la que genera el abandono de los vivos. Este contraste es sin duda otro de los aciertos del guión.
Sigo creyendo que en el subsuelo de esta trama hay también la escenificación del conflicto japonés entre la modernidad y la tradición. Lo pienso en tanto que los personajes que parecen rehuir de lo tradicional, por su estética o su actitud, son más proclives a interpretar la actitud de Yuuji respecto de su novia muerta, como una experiencia fruto de la imaginación, más que como una cohabitación real. Hina ejercerá, gracias a las experiencias derivadas de su búsqueda, un papel intermedio entre quien vive plenamente la presencia de los muertos como una vivencia real casi física y entre quien la niega. Cuando le pregunté a Jisei Tsuji si mi visión se encuentra realmente en las intenciones del film se mostró un tanto confudido por el hecho de que yo utilizara la palabra «dilema». Respondió al auditorio diciendo que le «chocaba» que pensara que en la película existe un dilema, pero que ésta interpretación gozaba de cierta «frescura» que la hacía reflexionar sobre si realmente esta noción estaba presente o no The undying dream we have. ¿Acierto por mi parte o calculada gentileza japonesa? Imposible de saber.
El título fue muy bien acogido por el público del FICAT, cuyo inauguración contó con la proyección de la surcoreana Hill of Freedoom. El film de Hong Sang-Soo tiene un inquietante toque amateur cuyo montaje conserva bruscos zooms y una extraña limitación de planos que debo suponer deliberados, habida cuenta de las veinte producciones que el realizador tiene a sus espaldas. La película ofrece el aspecto que podemos encontrarnos en los vídeos de conversación para aprender idiomas, y el hecho de que las lenguas, la incomprensión y el cruce de culturas y estereotipos tenga mucho peso en la trama puede hacernos pensar que esa semejanza también es intencionada. 
El desarrollo de la historia es un tanto pesado y llega a provocar vergüenza ajena por su excesivo realismo. Lo mejor, la idea de que un pequeño accidente descoloca las cartas que una mujer japonesa recibió de un hombre de su misma nacionalidad al que acude a buscar a Corea del Sur. La lectura desordenada de las páginas provoca una inmensa confusión en las diversas situaciones que ocurren durante la película, en busca de efectos cómicos derivados del conflicto confuso provocado por distintas formas de incomprensión y repetición. Interesante experimento, creo que no del todo conseguido, para un festival que ayer leyó su palmarés en una sesión que concluyó con la proyección de Voyage en Chine.

1 COMENTARIO

  1. El premio del jurado ha ido a parar a Titli, une chronique indienne, de Kanu Behl; el premio del público ha recaído en Le chant du phénix, de Wu Tian Ming; por su parte, Une histoire birmane, de Alain Mazars, ha recibido una mención especial del jurado.

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