lunes, mayo 20, 2024

Ciclo Shôhei Imamura: Crítica de ‘El profundo deseo de los dioses’ (1968)

Las críticas de Daniel Farriol:
Ciclo Shôhei Imamura
El profundo deseo de los dioses (1968)

El profundo deseo de los dioses (Kamigami no Fukaki Yokubo / Profound Desires of the Gods / Kuragejima – Legends from a Southern Island) es un drama japonés que está dirigido por Shôhei Imamura, el cual co escribe el guion junto a Keiji Hasebe (The Long Darkness, La llave). La historia sigue el periplo de un ingeniero de Tokyo que llega a una primitiva isla tropical para excavar un pozo que suministre agua a los campos de azúcar. Allí se dará de bruces con las tradiciones y costumbres ancestrales que le impiden hacer su trabajo. Está protagonizada por Kazuo Kitamura, Rentarô Mikuni, Chôichirô Kawarasaki, Hideko Okiyama, Kanjûrô Arashi, Yasuko Matsui, Yoshi Katô e Izumi Hara.

Una rara avis en la filmografía de Imamura

El profundo deseo de los dioses es una de las obras más enigmáticas, exigentes y personales que podemos hallar dentro de la filmografía de Shôhei Imamura que, además, por distintos motivos, supondría un antes y un después en su carrera. Para empezar, se trata de la primera película que el cineasta rodó en color, distanciándose así del expresionismo sucio que había caracterizado la fotografía de sus anteriores filmes en dónde había radiografiado a los estratos más bajos de la sociedad japonesa de posguerra.

Situar la acción en un punto indeterminado del Pacífico Norte, en la isla ficticia de Kurage, también ocasionó un cambio radical del escenario habitual donde transcurría su cine, eso sí, trasladando sus mismas obsesiones acerca de la condición humana desde los barrios bajos de ciudades industriales hasta un entorno rural apegado a la propia naturaleza primitiva del hombre. Para resaltar el colorido obsceno de un paisaje asilvestrado y de aspecto polinésico, se asoció por primera vez con el fotógrafo Masao Tochizawa, realizando un trabajo visual atrevido que asimila el erotismo de lo incólume al retratar a una región alejada de cualquier atisbo de civilización cuyos designios se hallan sometidos a viejas tradiciones ancestrales que condicionan el comportamiento moral de sus habitantes.

La película obtuvo en su momento cierto reconocimiento por parte de la crítica especializada e incluso fue seleccionada por Japón para representar al país en los Oscar sin conseguir la nominación, pero fue un rotundo fracaso de público que no alcanzó a comprender una propuesta tan radical y extraña. A eso habría que sumar las pérdidas económicas ocasionadas a Nikkatsu por culpa de un rodaje de 18 meses (tres veces más de lo previsto), provocando finalmente el desencanto en Imamura que decidiría retirarse de la ficción durante más de una década para centrarse en el cine documental.

El profundo deseo de los dioses

Incesto y sequía

El profundo deseo de los dioses cuenta a modo de fábula antropológica la historia de un ingeniero de Tokio, Kariya (Kazuo Kitamura), que llega en barco hasta la isla de Kurage con intención de excavar un pozo que suministre agua dulce a los campos de caña de azúcar que han sustituido a los campos de arroz que siempre se habían cultivado en la zona. No llueve desde hace meses y la sequía hace peligrar la cosecha, pero los lugareños lo achacan a un enfado de los dioses con la familia Futori y, en especial, contra Nekichi (Rentarô Mikuni), un isleño que pescaba furtivamente con dinamita y que mantenía una relación impúdica con su propia hermana, Uma (Yasuko Matsui).

La llegada de Kariya a la isla proporciona un contraste cultural similar al adscrito al subgénero folk horror. El hombre de ciudad verá amenazada su integridad moral basada en un código ético heredado del convencionalismo social cuando deba pasar más tiempo del esperado en un entorno rural salvaje donde convivirá con el paganismo, la promiscuidad sexual y el culto a deidades ancestrales. Sin embargo, no estamos ante una película de terror y ese punto de partida solo será la excusa para que Imamura aglutine en pantalla temas recurrentes de su cine, llevándolos esta vez a un plano más irreal trufado de misticismo alucinógeno.

Kariya contará para su misión imposible con la ayuda del joven Kametaro (Chôichirô Kawarasaki), hijo de Nekichi y único miembro de la familia Futori con deseos reales de salir de la isla. El ingeniero descubrirá pronto que no será fácil encontrar un lugar donde cavar el pozo, las creencias religiosas y los constantes sabotajes complicarán su tarea. Así que, mientras tanto, deberá empaparse con las extrañas costumbres isleñas, como presenciar que Nekichi permanezca encadenado en un agujero donde lleva cavando 20 años para hacer caer una gigantesca roca que bloquea la entrada del agua al arrozal. Se dice que fueron los dioses los que enviaron la roca a sus tierras con un tsunami para castigarle por sus pecados.

El profundo deseo de los dioses

Sexo antropo(i)lógico

La otra penitencia de Nekichi será estar enamorado de su hermana Uma sin poder consumar relaciones para no ofender más a los dioses. Ella ahora es una noro, es decir, una sacerdotisa chamán que se comunica con los espíritus para anunciar profecías. Por ello, ha debido mudarse al templo sagrado donde convive con Ritsugen Ryu (Yoshi Katô), un hombre sin escrúpulos que abusa físicamente de ella y la utiliza para mantener el liderazgo entre los isleños. Curiosamente, el templo está enclavado en el único lugar donde queda agua potable, pero a Kariya tampoco se le permitirá excavar allí.

La familia Futori es el hazmerreír de la isla debido a la pecaminosa manera de relacionarse entre sus miembros. Todo comenzó con el patriarca, Yamamori (Kanjûrô Arashi), quién concibió a Nekichi a través de una relación prohibida con su hermana. El incesto se ha convertido en una tradición familiar transmitida de generación en generación que finalmente ha dado como resultado a Toriko (Hideko Okiyama), la hija de Nekichi, la cuál sufre un retraso mental y es cuidada por su hermano Kametaro con especial delicadeza.

De hecho, la propia isla se halla construida en base al incesto, según una leyenda local fue la unión entre dos dioses hermanos la que originó su creación, algo que escucharemos por voz de un juglar parapléjico que aparece en diversas ocasiones en El profundo deseo de los dioses cantando y explicando historias a niños de la isla. La joven Toriko es una mujer desinhibida y sexualmente promiscua a la que el patriarca de la familia pretenderá casar con el ingeniero. El hombre de ciudad se resistirá en primera instancia a sus encantos, pero finalmente acabará sucumbiendo al aura de depravación que envuelve toda la isla.

El profundo deseo de los dioses

Hombres, animales, dioses

En El profundo deseo de los dioses el maestro Imamura vuelve a retratar los instintos básicos de los marginados como una muestra inequívoca de la degradación moral que siempre acompaña a los seres humanos. Su mirada etnológica y entomológica adquiere aquí un tono casi documental repleto de metáforas que unen la naturaleza del hombre con la naturaleza animal como ese plano del ingeniero observando a un cangrejo ermitaño mudándose a su nueva concha-hogar o cuando un tiburón devora a un cerdo que ha caído al agua, tal y como sucederá después con un hombre en la parte final. La sarcástica equidad que propone el director para cerdos y humanos ya fue expuesta con vehemencia en Cerdos y acorazados (1961).

El periplo de Kariya en la isla, en cierto modo, recuerda a «El corazón de las tinieblas» de Joseph Conrad, ya que el racional ingeniero enviado a la isla acabará siguiendo los pasos de su predecesor, otro ingeniero que adoptó el estilo de vida bárbaro y creencias de los isleños. Los puntos de vista de las respectivas historias son muy distintos, pero ambas comparten una crítica feroz al colonialismo imperialista. Imamura vuelve a cargar contra los Estados Unidos con una sutil referencia a los aviones que sobrevuelan la isla en dirección a Vietnam (la Guerra estaba en pleno apogeo) o mediante el epílogo final, mucho menos sutil, donde muestra la llegada del progreso capitalista asociado a un turismo de coca-cola fría que se desplaza en tren por la isla otrora virgen.

El profundo deseo de los dioses se desliza entre lo humano y lo mitológico, trazando un itinerario fronterizo donde cuesta discernir entre espiritualidad y subconsciente febril. La familia protagonista sexualmente disfuncional sirve al director para seguir explorando el absurdo existencial con la ironía de un bufón y confrontando los orígenes de la cultura japonesa con sus teóricos avances como sociedad de vanguardia.

El profundo deseo de los dioses

Leyendas de fantasmas para recordar nuestro pasado

El inicio de El profundo deseo de los dioses nos muestra la imagen de un sol cegador, símbolo astral que refuerza la conexión de la película con el mito de Sísifo. En la mitología griega fue un hombre castigado eternamente a empujar una piedra por una montaña sin alcanzar nunca la cima. El mismo castigo divino parece sobrevenir a Nekichi cuando debe cavar sin descanso para que caiga una roca, algo que también nos emplaza a plantear el evidente paralelismo temático con La mujer de la arena (Hiroshi Teshigahara, 1964), en la que un hombre sobrevive en un agujero hecho en el desierto cavando para no perecer enterrado (ya comentamos la influencia que tuvo el existencialismo experimental de esa película en el cine de Imamura al redactar la crítica de La mujer insecto).

Sin embargo, el inframundo colorista de Kurage elude cualquier comparación explícita con otras obras porque existe una clara inclinación hacia la ambigüedad libertina donde cuesta discernir con absoluta certeza las intenciones verdaderas que tenía el director a la hora de explicar su historia. Existen demasiadas contradicciones en el discurso acerca del pecado/culpa que asola a los isleños o sobre el planteamiento que hace el director de los tabúes de una sexualidad reprimida por el tradicionalismo de los conceptos morales. Todo eso hace que no sepamos cuál es el razonamiento final de la película (si es que pretendía hacer alguno). Sus tres horas de duración resultan tan hipnóticas como insondables, como las emociones reales que ocultan una máscara Noh, la liberación de los impulsos naturales hacia un estado primitivo del pensamiento se ubican un contexto mitológico demasiado confuso.

Eso sí, como siempre, Imamura nos regala escenas visualmente brillantes con esos planos cenitales tan característicos en su cine al escenificar escenas de violencia sexual (como si los dioses observarán el dolor humano sin querer intervenir). También, hace un uso absorbente del sonido, por ejemplo, mediante el ruido de cadenas arrastrándose que funcionan narrativamente de forma parecida al ruido del tren que advertía de los peligros venideros a la protagonista de Intento de asesinato. Las secuencias del tercer acto son prodigiosas y en ellas vemos el salvajismo apegado a una conciencia antigua transformándose en hacedor de nuevos fantasmas y leyendas que continuarán habitando la isla.

El profundo deseo de los dioses


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El profundo deseo de los dioses

8.5

Puntuación

8.5/10

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