Es muy fácil (y desahoga mucho, no lo voy a negar) poner a parir a nuestros (¿nuestros?) políticos, a los banqueros y a algunas grandes empresas que han hecho de la corrupción su modo de vida, del abuso de poder su comportamiento habitual y de la intimidación su forma de aferrarse a un status que perpetúe sus privilegios y su enriquecimiento. Casi todos los días tenemos titulares a cinco columnas en los periódicos que destapan un nuevo escándalo con el que alimentar nuestro desconcierto y dar rienda suelta a nuestra indignación.
Pero hay otra corrupción más pequeñita, a pie de calle, presente en la vida cotidiana, a la que todos, tarde o temprano, tenemos ocasión de enfrentarnos alguna vez en la vida. Se trata de pequeñas o grandes injusticias que a veces nos perjudican pero de las que otras veces, consciente o inconscientemente nos beneficiamos. Hay pequeños politiquillos o personas que por circunstancias derivadas de su trabajo se ven en una situación que les permite dar tratos de favor a discreción o discriminar a sus semejantes por la sencilla razón de que no pasen por el aro de sus caprichos. Y paradójicamente, resulta más difícil rebelarse ante esa corrupción más pequeña precisamente porque la tenemos más cerca, porque nos afecta o nos puede afectar directamente, ya no se trata de criticar al ministro de turno o al banquero que saca pecho de sus cuentas anuales mientras esquilma a sus clientes a base de comisiones fraudulentas. No, se trata de enfrentarse cara a cara a alguien que podría ser nuestro vecino, nuestro jefe, nuestro médico o la profesora de nuestros hijos.
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