Las críticas de José F. Pérez Pertejo en el 71 Festival de San Sebastián:
Vidas pasadas
Celine Song se suma a la larguísima lista de cineastas que han debutado con una película tan personal que casi podría denominarse autobiográfica, de hecho, si uno lee las primeras líneas de la escueta semblanza de Song en Wikipedia o alguna página de cine estará, al mismo tiempo, leyendo la sinopsis de Vidas pasadas, su primera película, una de las grandes sensaciones del pasado Festival de Berlín que se presenta en la sección Perlak del Festival de San Sebastián a poco más de un mes para su estreno en los cines de nuestro país.
Vidas pasadas se abre con un breve plano secuencia de una sutileza exquisita, casi enigmática: en una cafetería vemos a dos hombres y una mujer mientras hablan apoyados en la barra. Están situados al fondo del plano y no oímos lo que dicen. En su lugar escuchamos unas voces en off que, fuera de plano, tratan de adivinar el vínculo entre ellos. La mujer y uno de los dos hombres tienen rasgos asiáticos, el otro hombre es blanco. Tras explorar todas, o casi todas las posibilidades, el plano se disuelve y viajamos veinticuatro años atrás.
Ese salto de veinticuatro años supondrá un regreso a la infancia del que Celine Song se nutre para tejer una película tan delicada en su escritura como hermosa en su realización. Song utiliza ese momento capital en su vida en el que junto a sus padres y hermana dejó Corea del Sur para emigrar a Toronto y empezar una nueva vida con cambio de nombre incluido, de la niña coreana Na Young al más occidental nombre Nora Moon. En aquel instante, de mirar hacia delante sin atarse al pasado (si es que puede llamarse pasado a lo que tiene una niña de doce años tras de sí), se despide con frialdad de su amigo y compañero de colegio Hae Sung, evaporando la posibilidad de que lo que estaba surgiendo entre dos niños de doce años se convirtiera en un primer amor.
Song avanza entonces doce años para completar la estructura narrativa de su película contada en tres tiempos separados doce años entre sí. En esos doce años, Nora (Greta Lee), que ahora tiene veinticuatro, se ha emancipado de sus padres que siguen viviendo en Toronto y se ha mudado a Nueva York donde persigue su sueño infantil de ser escritora (“me voy de Corea porque nunca dan el Premio Nobel a una escritora coreana”). El azar y las redes sociales harán que doce años después retome el contacto con Hae Sung (Teo Yoo) y a través de videollamadas evoquen aquello que pudo haber sido y no fue.
Una nueva elipsis de doce años nos llevará al tercer momento temporal, el presente. Nora se ha casado con Arthur (John Magaro), un escritor judío neoyorquino que conoció en una residencia de escritores que trataban de escribir su primera novela. Ambos son felices y se han convertido en escritores. Nora ha ido mutando sus sueños infantiles de Premio Nobel en Premio Pulitzer y, finalmente, convertida en dramaturga, sueña con estrenar en teatros importantes. Solo falta que Hae Sung viaje, por fin, a Nueva York para que el entramado de vínculos y recuerdos se constituya como un gran film de amores que pudieron ser y no fueron.
A partir de aquí toman el mismo protagonismo las conversaciones y los silencios, las miradas filmadas con una delicadeza que se desliza con determinación por el filo de la sensibilidad sin caer jamás en el abismo de la sensiblería. Resuenan en Vidas pasadas los ecos de esa gran trilogía Antes de… de Linklater, fundamentalmente de las dos primeras, Antes de amanecer (Richard Linklater, 1995) y Antes del atardecer (Richard Linklater, 2004) en las que la pareja protagonista (inolvidables Ethan Hawke y Julie Delpy) exploraban los rincones de donde nacen los sentimientos y la naturaleza de la empatía, la atracción, el deseo y, finalmente, el amor.
Song construye una historia a través del tiempo y del espacio para hablar de cómo evolucionan los sueños infantiles, de cómo se atenúan las aspiraciones, de la importancia de las raíces aunque pensemos que no nos determinan. Habla de los mecanismos (a menudos vinculados con el puro y simple azar) por el que se establecen las relaciones sentimentales. Habla de la comunicación, de las barreras idiomáticas, de la multiculturalidad. Y lo hace sin pontificar un discurso y consiguiendo la emoción evitando caer en la trampa de apelar a lo lacrimógeno.
Estamos ante una película excepcional que estará, sin duda, entre las grandes del año y entrará, cuando llegue el momento, en las quinielas de los premios cinematográficos importantes del 2023. Y cuando hablo de los premios importantes me refiero, claro está, entre otros, al Óscar. Tiempo al tiempo.
Descubre más desde No es cine todo lo que reluce
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.