Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
Pequeños grandes amigos
Estamos ante una de esas películas a las que se les ven las buenas intenciones a kilómetros de distancia, empezando por el título, Pequeños grandes amigos, traducción libérrima del título original francés Quand tu seras grand que literalmente vendría a decir Cuando seas mayor.
El problema con las buenas intenciones es que hay que hacer algo con ellas que supere su mera exhibición. No se puede pretender que los espectadores con un poquito de sentido crítico se coman un punto de partida argumental bastante inverosímil (en el comedor de un colegio hay goteras y, mientras arreglan la avería, se decide que los niños vayan a comer al comedor de una residencia de ancianos vecina a la misma hora que comen los ancianos) si luego no se va a desarrollar una historia con la suficiente enjundia y profundidad como para olvidar cómo empezó todo.
Andréa Bescond y Eric Métayer, guionistas y directores, confían en que la unión de dos ingredientes a priori tan infalibles como ancianitos entrañables y niños adorables poniéndolos a cantar, a bailar y a jugar va a dar lugar a una película edificante, a un canto a la tolerancia y a un monumento a los valores humanos. Y no, o sí pero no. No a cualquier precio ni de cualquier manera.
El film comienza de un modo prometedor poniendo el foco en una vergonzante realidad (al parecer común en muchos países, no solo en el nuestro) cual es la escasez de personal trabajando en las residencias de ancianos, con turnos eternos y funciones poco definidas entre diferentes categorías profesionales. Pero lejos de profundizar en la situación, no vaya a alterarnos el ánimo, Bescond y Métayer rehúyen todo asomo de seriedad y reducen el tema a varios chascarrillos de pasillo algunos de trazo tan grueso que resulta vergonzante. Pretender arrancar la carcajada del espectador con que un auxiliar se manche la camisa con las heces de un anciano que salen salpicadas de un pañal tras una discusión es algo que uno podría esperar en una película de John Waters, pero no aquí.
El planteamiento de la película también podría apuntar a algo tan interesante y delicado como la vulnerabilidad de los ancianos, la creciente necesidad de atención y cuidados o el sufrimiento por el abandono y/o la soledad. La idea de que la simbiosis entre ancianos y niños, la otra edad extrema de la vida, también vulnerable, puede resultar beneficiosa para ambos es tan teóricamente hermosa como peliaguda de poner en práctica. Y Bescond y Métayer han sacado el catálogo de lugares comunes, tópicos y arquetipos para realizar una película blandengue e inane en la que todo es previsible, manido y ya visto, desde el niño rebelde y malencarado que se encariña con un anciano porque comparte con él la pasión por el “riesgo” a la niña adorable que canta como los ángeles y empatiza con una anciana que también pretende cantar.
En ningún momento la película acaba de decantarse por el drama ni por la comedia y, desde luego, no alcanza a ser algo tan complicado de hacer como una tragicomedia. Pequeños grandes amigos es, más bien, una película de esas concebidas para hacer sentir bien al personal (incluyendo a los que la realizan), una “feel-good movie” por usar el cada vez más común término anglosajón, pero que de tan simple, se queda en película frívola y superficial.
El reparto no es mucho mejor. El protagonismo gravita entre un Vincent Macaigne tan incontenido e insoportable como de costumbre y Aïssa Maiga que hace lo que puede con un papel muy mal escrito. Sus reacciones son incoherentes, sus cambios de opinión y de actitud son continuamente forzados a golpe de guion y no como respuesta a lo que va ocurriendo. Más lástima da ver a Marie Gillain, el maravilloso descubrimiento de Bertrand Tavernier en La carnaza (L’appât, 1995), reducida a un papel tan intrascendente y simplón que podría haberlo interpretado cualquier actriz debutante.
Del final es mejor ni hablar porque hay momentos que rozan el esperpento, más aún cuando el director de la residencia, interpretado por el propio Eric Métayer, codirector del film, se reserva unos planos de buenrrollismo sonrojante.
Y todo es una verdadera lástima porque la idea de Pequeños grandes amigos era tan buena como las intenciones, pero ni las buenas ideas ni las buenas intenciones bastan cuando desde el principio se renuncia, no ya a la trascendencia, sino a los más elementales principios de la coherencia argumental, el rigor narrativo y la finura interpretativa.