Siempre me ha parecido fascinante reflexionar sobre el modo en que se establecen los vínculos de la amistad; la mezcla entre los condicionantes sociales, los acontecimientos vitales, el puro azar y ese sentimiento tan humano llamado empatía que, cuando está presente, hace que se produzca la magia del “caerse bien”. Como los dos primeros ingredientes suelen pesar demasiado, lo más frecuente es que nuestros primeros amigos, los que hacemos en la infancia, se parezcan (socialmente) a nosotros, sean del mismo colegio, del mismo barrio o hijos de amigos de nuestros padres a los que la vida ha puesto en nuestro camino. Pero el transcurso de los años y las complicaciones de la existencia de cada uno provocan que, con cierta frecuencia, se produzcan amistades inusuales entre personas que no parecían predispuestas ni siquiera a conocerse.
Estas amistades insólitas son, sin duda alguna, mucho más atractivas para la literatura y el cine pues suelen tener detrás historias mucho más jugosas que contar. La pintora y el ladrón revela en su título el núcleo central de su argumento, la historia (real) de la (improbable) amistad entre la pintora checa afincada en noruega Barbora Kysilkova y Karl-Bertil Nordland, uno de los ladrones que en abril de 2015 robó, junto a otro compinche, dos lienzos de la artista que colgaban expuestos en la Galleri Nobel de Oslo.
El joven documentalista noruego Benjamin Ree, a quien al parecer le fascinan los robos en museos, ha utilizado esta historia real para su segundo documental, La pintora y el ladrón, que recibió el Premio Especial del Jurado en el pasado Festival de Sundance y que puede verse durante estos días en el Atlàntida Film Festival que alberga la plataforma Filmin. Ree, que contactó con la autora de los cuadros al día siguiente de leer la noticia en los periódicos, ha seguido durante tres años a ambos personajes que se conocieron cuando Kysilkova acudió al juicio contra Nordland y le pidió que le permitiera pintarle. A partir de ahí se desarrolla una historia de amistad (en cierto modo redentora) entre una artista con serios problemas económicos y un hombre presa de sus adicciones y de los fantasmas del pasado que le atormentan.
Ree alterna el punto de vista emocional y vital de ambos personajes y les filma en sus vidas cotidianas allá donde ellas se desarrollen, cárcel (en el caso de Norland) incluida. A pesar de que la mirada intimista de Ree permite a ambos personajes ser esencialmente naturales, nos encontramos más ante un docudrama que ante un documental puro y duro, no porque los hechos reales hayan sido alterados (eso no tenemos manera de saberlo si no nos lo cuentan) sino porque algunas situaciones han sido claramente reconstruidas y el montaje juega de manera un poco arbitraria con el orden temporal de los acontecimientos.
Curiosamente funcionan mejor los momentos de emociones más extremas en los que es fácil advertir que no hay trampa ni cartón que aquellos en los que cierta guionización conduce el desarrollo del relato, bien para ejercer de enlace narrativo entre unos momentos y otros o bien para explicar algunas circunstancias (los problemas económicos de Barbora, por ejemplo) que, tal vez, de otra forma no podrían ser explicados.
En conjunto la historia es edificante y alentadora sobre la esencia de la naturaleza humana y del poder del arte como medio de comunicación sentimental entre las personas, pero además, se plantean cuestiones trascendentes como la atracción hacia algo que resulta destructivo y, basado en ello, el dilema emocional y existencial sobre cómo actuar más allá de que ayudar a alguien sea algo moralmente bueno. Acaso sea ese el mejor germen para el nacimiento de la amistad una vez superadas la infancia y la adolescencia.
Con un muy buen acabado formal, La pintora y el ladrón se beneficia de la música de Uno Helmersson y muy especialmente de las pinturas hiperrealistas de la protagonista del film para conseguir un exquisito envoltorio estético.
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