Las reuniones familiares las carga el diablo. Incluso en las familias bien avenidas, una cena de celebración o un encuentro más o menos forzado, por el cumpleaños de algún abuelo o la irremediable Navidad, puede convertirse en un polvorín en el que el más mínimo comentario inoportuno puede dar lugar, generalmente alcohol mediante, a que se desate una tormenta de reproches, ajustes de cuentas, y heridas que tras su aparente cicatriz brotan de nuevo sangre caliente. Si esto puede ocurrir en una cena, imaginen unos días de perpetua convivencia en la casa familiar de toda la vida. Este es el punto de partida de Los sonámbulos, cuarto largometraje de ficción de la directora argentina Paula Hernández tras Herencia (2002), Lluvia (2008) y Un amor (2011).
En el centro de su relato, Paula Hernández sitúa a sus dos personajes protagonistas, Luisa (Erica Rivas) y Ana (Ornella D’Elia), madre e hija, una afrontando la madurez y otra asomándose a la turbulenta adolescencia. A través de sus miradas se dispone toda una colección de personajes, más o menos estereotipados, que van desde la abuela matriarcal que trata de seguir imponiendo su férrea dictadura hasta la colección de nietos, niños algunos, otros demasiado creciditos para resultar inocentes. En el medio, la generación que no ha encontrando acomodo (lo sigue buscando) en este acabalgamiento entre dos siglos de cambios perturbadores, la de los que pasaron los cuarenta y se asoman a los cincuenta ya preocupados por sus padres y todavía por sus hijos; eternamente insatisfechos con su vida laboral, sentimental y sin saber muy bien a qué carta quedarse. Y es aquí donde tenemos a los tres hijos de la matriarca: la madre soltera añosa sobrepasada por un bebé que le ha llegado tarde, el divorciado con tres hijos de varias mujeres con mentalidad de vividor y el profesional de la masculinidad mal entendida, marido de Luisa y padre de Ana, que no es capaz de entenderse ni con su madre, ni con sus hermanos, ni con su esposa ni con su hija.
Pero a pesar de todos estos personajes, cuyas historias ocurren frecuentemente fuera de campo, la guionista y directora del film posa su cámara, con una perpetua búsqueda de estilo, sobre sus dos personajes principales. Una madre en pleno replanteamiento profesional y conyugal, atormentada por un mal presagio sobre esa hija que está justo en el momento en el que tan pronto puede buscar los mimos de un abrazo como rebotarse con el empujón de un “déjame en paz”. El tema del sonambulismo que da título al film (al parecer una afección familiar que ha heredado la joven Ana) funciona más como recurso metafórico que como auténtico elemento argumental de una película llena de aristas cortantes pero que en el fondo se ocupa de las dificultades inherentes a cada etapa de la vida y las dificultades de hacerlas convivir entre ellas.
Acierta Paula Hernández en la creación de una atmósfera sofocante y calculadamente tensa, se ayuda para ello de la filmación con cámara al hombro y con un sentido muy particular del encuadre, casi siempre muy pegado a los personajes, sin permitir grandes perspectivas visuales ni emocionales. No es ajena a la atmósfera la localización de la casa, una típica casa de veraneo, que permite alternar las secuencias de interior con filmación natural en la que no falta un bosque junto al río. La génesis de la tensión está muy bien construida aunque conduzca a un desenlace quizá demasiado previsible pero filmado con una sutileza magistral.
Fantástica interpretación de Erica Rivas, auténtica alma junto a la joven Ornella D’Elia de un film coral solo en apariencia. El resto del reparto resulta irreprochable dando vida a cada personaje con gran credibilidad, junto al citado Ziembrowski también brillan Valeria Lois, Marilú Marini y Daniel Hendler.
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