El quinto largometraje de la directora austriaca Jessica Hausner, Little Joe, tiene una evidente vocación para resultar inquietante en cualquier contexto; puedo imaginar que consiguió perturbar al público que hace casi un año la vio durante su presentación en la sección oficial del Festival de Cannes, pero vista ahora, en plena pandemia por el coronavirus, una película que se desarrolla en una especie de invernadero industrial en cuyo laboratorio sus científicos se saltan el protocolo de manejo de un virus con el que manipular genéticamente unas flores destinadas a producir una felicidad artificial a quien inhale su polen, más que inquietante, puede resultar aterradora.
Hausner y su coguionista Géraldine Bajard escriben una suerte de distopía a partir de la cual se abren, o pueden abrirse, importantísimos planteamientos éticos aplicados a los límites de la investigación científica. La protagonista de la película, Alice (Emily Beecham), no responde al estereotipo del científico loco tantas veces abundado por la literatura y el cine aunque resulte paradigmático que busque alivio a sus incapacidades afectivas en la consulta de una psicoanalista (Lindsay Duncan).
Pero, a pesar de que todo lo anterior resulta ineludible, más aún en la situación en la que nos encontramos, el verdadero y más potente debate de la película es el cuestionamiento sobre la esencia misma de la felicidad y su consideración como bien absoluto, casi obligatorio, de la existencia humana. ¿Podemos encontrar la felicidad mediante la supresión del deseo, mediante la abolición de las relaciones sociales, mediante la anestesia de la empatía ante el sufrimiento ajeno? ¿Adoptando permanentemente una actitud casi nihilista?
Cuando Alice se da cuenta de que su flor, a la que ha bautizado Little Joe en honor a su hijo Joe, consigue “algo parecido a la felicidad” a costa de que la gente pierda sus sentimientos auténticos, comienza a plantearse los condicionantes éticos de su proyecto al mismo tiempo que sus relaciones con sus jefes, compañeros y su propio hijo van siendo modeladas por el nuevo orden emocional dictado por Little Joe.
Con una puesta en escena calculadamente fría, ambientaciones con un apabullante dominio de líneas geométricas puras, una rígida depuración estética, una dirección de fotografía en permanente búsqueda del contraste y un abusivo empleo del sonido no diegético para crear tensión, Jessica Hausner dirige una película inquietante, perturbadora, morbosa incluso, de la que resulta imposible desentenderse.
La dirección de actores (y en consecuencia las interpretaciones) sigue el mismo ideario estético que conduce a un conjunto de personajes enigmáticos, llenos de pliegues, casi todos en sombra, con los que resulta tan difícil empatizar como no sucumbir a la curiosidad de por qué son como son, dicen lo que dicen o hacen lo que hacen. Sobresale Emily Beecham que por este papel recibió el premio a la mejor actriz de la sección oficial de Cannes 2019, pero también es destacable la ambigua composición de Ben Whishaw como el compañero de trabajo de Alice o de la veterana Kerry Fox como una investigadora siempre al límite del colapso emocional.
No hay respuestas en Little Joe, la deliberada ambigüedad de su relato únicamente emite preguntas, dilemas éticos y morales que salpican a la comunidad científica y a la sociedad en su conjunto, pero Hausner hace un agradecible ejercicio de contención ahorrándose pontificar un discurso aleccionador. Deberá ser el espectador quien se interpele, si tiene ganas de ello, sobre todo lo que el film plantea.
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