Las críticas de David Pérez «Davicine» en la 57 SEMINCI:
La Cinquième saison (La quinta estación)
Un enigmático cataclismo se cierne sobre una pequeña localidad situada en plena región de las Ardenas: la primavera no llega. El ciclo de la naturaleza ha dado un vuelco. Las relaciones se deterioran. Alice, Thomas y Octave, tres niños que viven en un pueblo afectado, se esfuerzan por comprender el desastre que se está produciendo a su alrededor. Invierno: Alice y Thomas se enamoran mientras fracasa el intento de encender la hoguera con que todos los años se celebra el final de la estación fría. Primavera: desaparecen las abejas, las semillas no germinan y las vacas no dan leche; cae la primera victima. Verano: hay una sobreabundancia de insectos, el pánico va in crescendo y finalmente explota la violencia. Otoño: se han disuelto los códigos sociales de conducta y los sacrificios paganos aparecen como la única salida. Es el momento en que los ángeles emprenden la huida…
Esta interesante, y quizás premonitoria trama, sirve a Peter Brosens y Jessica Woodworth para cerrar una trilogía sobre la relación del hombre con la naturaleza y su entorno, que comenzó en 2006 con Khadak, siguió en 2008 con Altiplano y concluye ahora con La Cinquième saison.
Un trabajo intimista, pausado y delicado, que se ocupa de la relación entre los seres humanos y el medio ambiente, una fábula ya que las estaciones pueden alterarse pero no desaparecer, y nos revela como los cambios drásticos en la naturaleza pueden ser perjudiciales, pero que sirve claramente para que cada espectador interprete su propio mensaje individual, incluso dejando abierto el final a interpretaciones.
La Cinquième saison en realidad se parece más a una obra de arte contemporáneo,con una sucesión de secuencias más que una historia narrativa. A medida que las estaciones pasan, la violencia va explotando en el corazón de los habitantes y se reduce a su mínima expresión la solidaridad, siendo finalmente las víctimas de los males que hacemos nosotros mismos.
Desde el inicio notamos que no estamos ante una película habitual, con una secuencia de un hombre sentado con los ojos desorbitados mirando a la «cara» a un gallo, y continúa a través de secuencias diferentes del mismo estilo, para terminar con planes de sacrificios humanos y el tema del fin del mundo como trasfondo, todo ello con algunas escenas que más bien podríamos catalogar de oníricas. Tendemos a pensar que algo así tiene que desarrollarse rápidamente, pero el rimo es bastante lento, a veces aburrido, y en ocasiones fascinante.
Quizás la película peca en exceso de tristeza, nos ofrece un ambiente tan gris y melancólico que el espectador puede llegar a saturarse en lo tiempos que corren, y aunque sea bastante inverosimil lo que vemos, tiene un halo de realismo, del daño que realizamos a la naturaleza y de cómo puede ésta devolvernoslo para ajustar cuentas, lo que nos dará que pensar. Y es que tanto la fotografía como la banda sonora acompañan para realizar ese ambiente lúgubre, con planos alejados de paisajes desolados, e incluso primeros planos de la crudeza de la tierra sin germinar, pero ya se sabe que los trabajos de un consumado director de fotografía como Hans Bruch Jr. siempre tienden a ofrecernos un retablo, con movimiento libre y sosegado de cámara, y una acción que se desarrolla dentro de un plano fijo, a menudo enmarcados desde arriba o muy abajo. Esto crea un gran hechizo hipnotico visual, especialmente en las primeras escenas.
Lo más reseñable, el gran trabajo de la actriz Aurélia Poirier, quien logra evolucionar en la película de una joven féliz a una chica que ha perdido la inocencia, la alegría, y la esperanza por vivir, sin más objetivo en su vida que seguir pasando los días hasta, quizás, ver la luz de nuevo.
Hay que reconocer que la ambición del proyecto es mucho más interesante que muchas historias narradas de forma clásica, y la película nos deja algo desconcertados y perplejos frente a una buena historia, pero es una obra poética demasiado oscura para ser verdaderamente inquietante.
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