jueves, abril 18, 2024

Crítica de ‘¡Qué bello es vivir!’: El gran regalo de ver el mundo sin nosotros

Las críticas de José F. Pérez Pertejo:
¡Qué bello es vivir!

¡Qué bello es vivir! es el clásico navideño por excelencia. Y lo es a pesar de que hasta transcurrida más de la mitad del metraje no se manifiesta la Navidad como momento y escenario de la historia. Aún así, es el primer título que viene a la memoria de cualquier aficionado al cine que trate de evocar una película navideña, algo propiciado por el hecho de que no haya año en el que una o varias cadenas de televisión programen su emisión durante estas fechas para regocijo de sus muchos aficionados y protestas de sus detractores, que también los tiene.

El caso es que, en 1946, el director italoamericano Frank Capra, que ya había realizado sus grandes películas sobre el ciudadano americano medio (El secreto de vivir, 1936) en lucha contra el sistema (Caballero sin espada, 1939) o exaltando los valores humanos (Juan Nadie, 1941) y sus deliciosas comedias románticas (Sucedió una noche, 1934), alocadas (Vive cómo quieras, 1938) o negras (Arsénico por compasión, 1944), habría de realizar aún una nueva obra maestra que, en cierto modo, funciona como un compendio sustancial de toda su filmografía.

Y es que la historia de George Bailey interpretado por un inolvidable James Stewart (acaso el actor que mejor supo encarnar al ciudadano americano medio protagonista de tantas películas de Capra) aúna la exaltación de los valores humanos (la generosidad fundamentalmente, pero hay más) con la lucha sin desmayo de un individuo contra un sistema corrupto en el que los poderosos oprimen a los débiles; la familia como tabla de salvación cuando todas las batallas parecen estar perdidas y la fantasía como licencia narrativa sobre la que sustentar una historia en la que lo sobrenatural (religioso para los creyentes, mágico para los que no lo sean) se hace mundano en la figura de Clarence (Henry Travers), un ángel de segunda clase enviado a la tierra para salvar a Bailey de su más que probable suicidio y, de ese modo, ganarse las alas que le conviertan en un ángel de primera.

Pero antes de llegar a la Navidad y al encuentro entre ambos personajes, habremos de asistir al relato de la vida de George Bailey desde su más temprana infancia. Y la vida de Bailey es, ni más ni menos, la de una buena persona en el sentido más humanista de la expresión; alguien con el arrojo de ponerse en peligro para salvar a su hermano, la valentía para decir la verdad incluso si puede acarrearle consecuencias indeseadas, la honestidad para no venderse al deslumbrante dinero, la generosidad de compartir (o regalar) lo suyo para ayudar a los demás, la integridad de mantenerse fiel a unos principios éticos aunque suponga renunciar a sus sueños de juventud, el amor desplegado en todas sus modalidades: romántico, fraternal, filial y paternal y, finalmente, la nobleza de asumir como propios los errores de los demás aunque le aboquen a la más fatal de la desesperación, aquella que empuja a alguien a querer terminar con su vida.

Durante toda la parte central del film asistimos a la vida de este hombre bueno, que sueña con una vida intrépida llena de viajes y aventuras fuera del pequeño pueblo de Bedford Falls al que, sin embargo, los acontecimientos vitales se empeñan en apartar continuamente de sus aspiraciones, hasta no tener más fortuna (como si fuera poca) que la de encontrar el amor de una mujer igual de buena que él, Mary, interpretada por una encantadora Donna Reed de la que resulta imposible no prendarse.

El propio Capra escribe el guion junto al prestigioso matrimonio de dramaturgos y guionistas compuesto por Frances Goodrich y Albert Hackett; para ello se basaron en un relato corto del escritor Philip Van Doren Stern que se había publicado tres años antes, en 1943, con dos títulos diferentes: “El regalo más grande” y “El hombre que nunca nació”, títulos ambos muy ilustrativos del momento culminante del film en el que Clarence pone a Bailey frente a la trascendencia de su vida borrando todas las consecuencias de su existencia: “No has nacido, no tienes identidad, has recibido un gran don, la ocasión de ver lo que habría sido el mundo sin ti”.

Capra dirige con la mano maestra que le convirtió en uno de los grandes directores del Hollywood clásico. Coloca a James Stewart en el núcleo del film, pero justifica su protagonismo, no solo en función de su personaje, sino en la relación con toda una corte de secundarios a los que dota de una entidad que va mucho más allá del mero instrumento dramático convirtiendo ¡Qué bello es vivir! en algo cercano a una película coral. Así, pone en su padre (Samuel S. Hinds) la imagen de la integridad y en su madre (Beulah Bondi) la del amor incondicional; en el farmacéutico Sr. Gower (H.B. Warner) el carácter del mentor atormentado por el sufrimiento de la pérdida; en Harry, el hermano pequeño de George (Todd Karns), la representación del triunfador que acaba viviendo la vida que acaso estaba destinada a George, y en el siniestro Sr. Potter (un magistral Lionel Barrymore), la personificación del egoísmo, el cinismo y la maldad que le convierten en la némesis de nuestro protagonista.

Este brillante reparto se completa con un entrañable Thomas Mitchell (el padre de Escarlata O´Hara en Lo que el viento se llevó) como el bebedor e irresponsable tío Bill y una estupenda Gloria Grahame como Violet, la encarnación del amor sensual frente al más puro, candoroso e incondicional de Mary. En cuanto a los protagonistas, James Stewart está absolutamente pletórico en un personaje con un arco argumental y emocional enorme, su tránsito por todos los estados de ánimo imaginables es tan veraz como conmovedor. Donna Reed, por su parte, evita todos los riesgos de caer en el papel de una mujer modosa e insustancial cuya existencia solo se justifica por ser la esposa del protagonista; para ello, además de encanto, dota a su personaje de la presencia y determinación de una mujer tenaz y luchadora que no duda en movilizar a todo el mundo cuando advierte la llegada del peligro. Ambos hacen dos de los mejores personajes de sus respectivas carreras, aunque decir esto en el caso de la inabarcable filmografía de Stewart sean palabras mayores. Donna Reed, por su parte, alcanzó la inmortalidad cinematográfica por su papel de Mary Hatch junto al personaje de prostituta en De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953) que la valdría el Óscar siete años después.

La película supone un canto a la trascendencia de las vidas sencillas construidas con pequeños logros de apariencia banal que, sin embargo, determinan la existencia de los demás, aunque no supongan que quien las realiza alcance la fortuna económica, el prestigio, el poder, el reconocimiento público de los premios o los titulares de los periódicos. ¡Qué bello es vivir! representa precisamente el triunfo de esas acciones cotidianas y empuja al espectador a una toma de conciencia sobre lo valioso que resulta tratar bien a nuestros semejantes sin plantearse si estos lo merecen o no.

En contra de la película se sitúa un frente de detractores que la acusan de ñoña, cursi, edulcorada o conservadora. Cada día me da más pereza discutir y no tengo ningún afán de contravenir los gustos y opiniones de nadie, allá cada cual con las suyas; ni siquiera los títulos más señalados de la historia del cine (y ¡Qué bello es vivir! es uno de ellos) despiertan unanimidad. Lo que me cuesta más aceptar es que haya quien la tilde de buscar la lágrima fácil porque es rematadamente falso. Cuando escucho a alguien decir que determinado logro es “fácil” me sale como un resorte responderle “hazlo tú”.

Lo que Frank Capra hace para emocionar al espectador en ¡Qué bello es vivir! no tiene nada de fácil, no nos expone a la muerte de un niño en la primera secuencia de la película ni coloca a ningún perrito sufriendo. Más bien al contrario, Capra toma el camino difícil para la génesis de la emoción: el de ir tejiendo una sólida trama argumental durante más de ciento diez minutos que cree un vínculo sólido entre el personaje central y el espectador, de forma que éste haga suya su frustración, su desesperanza, sus renuncias y, finalmente, su desesperación y, así, en los diez minutos finales sea imposible, a menos que uno esté muerto por dentro, no estallar emocionalmente ante lo que vemos en la pantalla que, fundamentalmente, supone una exaltación de la gratitud como un valor humano irrenunciable.

Si no han visto ¡Qué bello es vivir! háganlo de una vez, sea Navidad o no. Si tienen por costumbre verla cada Navidad, sigan haciéndolo, todos tenemos mucho que aprender de George Bailey aunque nunca recibamos el regalo de poder ver qué habría sido del mundo sin nosotros.

¡Qué bello es vivir!

10

Puntuación

10.0/10

2 COMENTARIOS

  1. El primer recuerdo que tengo de una película es de esta. Tenía yo 4 años y mi madre acababa de tener a mi hermana nacida el 22 de Diciembre. Acababa de regresar de dar a luz y después de preparar la cena de Nochebuena (los mejores filetes rusos de mi vida, nos supieron mejor que el mejor de los manjares…) se acostó un rato y yo estaba viendo esta maravilla en la tele y alucinaba el ver a un Ángel hablando con Dios y corría a contar a mi madre que en la tele había un Ángel de la Guarda que hablaba con Dios y que había un señor con muy mala suerte que al final le quería toda su ciudad. Toda esta escena quedará guardada en mi corazón hasta el último de los días. Se puede ser buena persona sin que te guste esta película, ahora bien, si te gusta esta película eres una BUENA PERSONA sin ningún género de dudas y lo serás siempre. Feliz Navidad.

    • Precioso recuerdo, Juan. Muchas gracias por compartirlo. Desde luego es una película inolvidable. Creo que todos recordamos la primera vez que la vimos. Yo también era un niño (un poco mayorcito) y recuerdo que tuve que encerrarme en el baño cuando se terminó porque me daba muchísima vergüenza que me vieran llorar.

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