Y a veintitrés países de esas muchas partes del planeta ha viajado durante un año el artista chino Ai Weiwei para filmar, inicialmente con su teléfono móvil y posteriormente con un equipo técnico y humano cada vez mayor, unos cuatrocientos campos de refugiados y dejar constancia del drama humano que supone la situación de los millones de personas que en todo el mundo tienen que huir de sus casas, de sus pueblos, de sus regiones y de sus países para poder seguir haciendo algo tan básico como sobrevivir (y la mayoría de las veces, nada más). Cifras, en lo que va de párrafo ya he utilizado varias: 23 países (en realidad hay más con problemas de refugiados pero en un año no ha podido visitarlos todos), 400 campos de refugiados (también existen más), y 65 millones de seres humanos que podríamos desgranar en las cifras de los que cada día, cada semana o cada año llegan a los diferentes lugares de acogida. ¿Acogida? Según lo que cada uno entienda por acoger.
Ai Weiwei ha realizado, a pesar de su falta de experiencia cinematográfica, un documental ejemplar tanto desde el punto de vista del contenido como de la forma fílmica adoptada, lejos de aleccionar y de soltar mensajes vehementes a la cámara con recursos efectistas de montaje y postproducción (ese es Michael Moore, no confundir) a Ai Weiwei le basta con mostrar lo que está ocurriendo para conseguir hacer llegar su mensaje y cumplir su principal objetivo que no es otro que el de poner rostros a las impersonales cifras que a fuerza de ser repetidas machaconamente en los informativos dejan de hacer mella en nuestras conciencias. No es lo mismo escuchar que 55.000 personas llegan cada semana la isla de Lesbos que verlas llegar muertas de frío, con las ropas empapadas, sin posibilidad de secarse porque no deja de llover, enfermas, con una pequeña mochila en la que caben todas sus pertenencias y emprendiendo caminos peligrosos sin asfaltar, cruzando ríos o sencillamente campo a través para encontrarse con la frontera entre Grecia y Macedonia cerrada mientras una Unión Europea dividida a la que hace sólo unos pocos años le fue concedido el Premio Nobel de la Paz (pártanse de risa) no encuentra una solución.
Allí, en la frontera entre Grecia y Macedonia, en el pequeño pueblo de Idomeni existe un enorme campo de refugiados concentrados a la espera de que alguien decida qué hacer con ellos mientras esperan dos horas de cola para conseguir un plato de sopa con grave riesgo de contraer enfermedades infectocontagiosas o ser atacados por insectos, pequeños reptiles y otras alimañas.
No es la única frontera que nos mostrará Ai Weiwei durante los ciento cuarenta minutos de metraje, también veremos las fronteras entre Serbia y Hungría, entre Jordania y Siria o la última tendencia en fronteras conflictivas: la que separa México y Estados Unidos a la que Trump (a quien por cierto, no se nombra) quiere dotar de entidad material.
A pesar de que a priori el excesivo metraje puede causar reparos, Marea humana discurre con ritmo, el montaje de Nils Pagh Andersen es muy ágil, la cámara no se queda demasiado tiempo en el mismo sitio y de Grecia pasamos a Hungría, de ahí a Jordania donde la Princesa Dana Firas pronuncia una de las frases más significativas del problema: “El gran peligro es hacernos inmunes al sufrimiento ajeno”. De Jordania saltamos al sur de Italia, de allí a Turquía y el drama kurdo, de ahí a Líbano, tradicional país de acogida de desplazados procedentes de Siria y Palestina. Y de allí a Kenia donde está el campo de refugiados más grande del mundo con 500.000 personas (echen cuentas de cuántas hay en su ciudad) viviendo en condiciones lamentables. Y de ahí a Pakistán, Afganistán, Bangladés, la franja de Gaza, Irak, y ya en Europa a los campos de refugiados en Alemania y Francia.
En cada lugar Ai Weiwei retrata la situación sin manipular los sentimientos, sin remover las tripas, únicamente agitando las conciencias con datos e imágenes que los ilustran. Tampoco ejerce un posicionamiento ideológico sectario ni particulariza la culpabilidad en alguien en concreto. Él asume un protagonismo limitado y emplea su imagen personal para transmitir el mensaje, no para darse autobombo ni erigirse en la voz de la conciencia. Tampoco pretende dar respuestas (probablemente porque no las tenga) si no, más bien, plantear preguntas que alguien habrá de responder.
Los diferentes fragmentos que componen el documental están enlazados por evocadores (cuando no significativos) fragmentos de poesía que junto a un brillante uso de la música y a la efectista dirección de fotografía (con uso de drones en algunos planos sencillamente apabullantes), componen un envoltorio visual que da a Marea humana el lustre necesario para que contenido y continente conmuevan al espectador apelando a su ética y a su estética.
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Que importante es la visibilización y concienciación a través del cine.