Las críticas de Laura Zurita:
Una quinta portuguesa
La desaparición de su mujer deja a Fernando, un tranquilo profesor de geografía, completamente devastado. Sin rumbo, suplanta la identidad de otro hombre como jardinero de una quinta portuguesa, donde establece una inesperada amistad con la dueña, adentrándose en una nueva vida que no le pertenece.
Una quinta portuguesa está dirigida y escrita por Avelina Prat. El reparto incluye a Maria de Medeiros, Branka Katic, Manolo Solo, Ivan Barnev, Rita Cabaço, Júlia Westermeyer, Luísa Cruz, Bianca Kovacs, Rui Morisson y Xavi Mira. La película se estrena en España el 9 de mayo de 2025, distribuida por Filmax.
Universo paralelo, enigmático y humano
La trama de Una quinta portuguesa nos presenta a Fernando (Manolo Solo), un profesor de geografía español cuya existencia se ve sacudida con violencia cuando su esposa desaparece sin dejar rastro. Abatido por el peso del duelo y huyendo de su propia vida, Fernando emprende un periplo que termina por conducirlo hasta una antigua quinta en Portugal. Allí, sus pasos se cruzan con los de Amalia (Maria de Medeiros), la dueña de la propiedad, una mujer que, aunque aparenta una despreocupada placidez, esconde una soledad implacable y unas añoranzas que se revelan con sutileza a lo largo de la narración.
El espacio en el que discurre Una quinta portuguesa no es un mero escenario, sino un espacio cargado de significados. Sus muros centenarios y su estructura sólida hablan de raíces profundas y de memorias encalladas en el tiempo. El jardín, con su la luz dorada, casi pictórica, envuelve cada plano, insufla a la historia una atmósfera vital que recuerda tanto a los personajes como a los espectadores la pulsión básica de vivir, a pesar de todo.
La película nos sitúa en una especie de universo paralelo, enigmático y profundamente humano. La convivencia entre Fernando y Amalia aparece en un entramado de acuerdos tácitos, de rutinas que adquieren calidez al volverse compartidas, y de una comunicación no verbal cargada de resonancias íntimas. A través de una puesta en escena contemplativa y una narrativa de elipsis, la directora elige el silencio como una parte fundamental de su lenguaje, capaz de revelar las heridas invisibles de sus personajes y las ansias que los impulsan.
Es importante entender que Una quinta portuguesa opta por mostrar los comportamientos de sus protagonistas sin explicaciones ni juicios explícitos. Es el espectador quien, a través de las pausas y los vacíos narrativos, decide simpatizar o no con ellos, rellenar los intersticios y otorgar sentido a sus actos. En ocasiones, esta condición abierta resulta estimulante; en otras, puede alejar a ciertos espectadores, porque les dificulta la identificación con unos personajes que no entiende. Se percibe un fallo de ritmo en una subtrama, situada en la segunda parte, que se percibe más como un artificio dramático que como una derivación orgánica del relato, y no logra emocionar con la misma naturalidad que el resto de la historia. A ello se suma un ritmo deliberadamente sosegado, salpicado de largas elipsis temporales cuyo alcance cronológico permanece intencionalmente difuso.
Poema en prosa
Y es que, pese a una estética naturalista, soleada y vital, Una quinta portuguesa no es una narración realista, sino más bien un poema en prosa que, dejando espacio para la recreación de cada espectador, se convierte en un cuento poético y evocador sobre la pérdida, la añoranza y las otras vidas en las que nos podemos reinventar.
Los diálogos de Una quinta portuguesa, a menudo paradójicos, convierten las palabras en reflejo de cuestiones inasibles, mientras los silencios abundan, porque hablar a menudo distrae de lo importante, los gestos y las expresiones menudas. La banda sonora, escasa y medida con precisión, evita distraer, reservando su presencia a momentos puntuales de hondo calado emotivo. En esas ocasiones, una pieza de música portuguesa, cargada de melancolía, actúa como contrapunto ideal, subrayando el trasfondo sentimental sin subordinarse a él.
Las interpretaciones de Manolo Solo y Maria de Medeiros constituyen el eje que impulsa Una quinta portuguesa. Solo construye un Fernando contenido, frágil en su dolor, cuya evolución —de un hombre que concebía el mundo a través de mapas a otro que lo toca y lo moldea con sus manos de jardinero— se despliega con una sutileza elocuente. De Medeiros, por su parte, encarna a Amalia con una mezcla de estoica resignación y gesto cuidador, como quien busca ahogar sus heridas personales entre la rutina doméstica y el consuelo del alcohol.
En resumen, Una quinta portuguesa es un poema en prosa de silencios elocuentes y espacios emocionales que respeta el ritmo íntimo de sus protagonistas y deja al espectador el poder de interpretar cada gesto y vacío narrativo, lo que puede resultar desconcertante. Las interpretaciones contenidas de Manolo Solo y Maria de Medeiros sostienen con credibilidad esta fábula poética y profunda, aunque un pulso dramático más firme en la segunda mitad habría reforzado su impacto.
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