jueves, marzo 28, 2024

Crítica de ‘El hijo de Saúl’: El horror desenfocado sigue siendo horror

Las críticas de José F. Pérez Pertejo: 
El hijo de Saúl

Para los que no tenemos la suerte de viajar al Festival de Cannes, la espera hasta ver estrenadas las películas de su sección oficial se hace demasiado larga, más aún cuando se trata de títulos que han sido recibidos con entusiasmo por el público o  ensalzados por los críticos que cubren el certamen. Y precisamente, cierto sector nada desdeñable de la crítica no ahorró elogios para referirse a El hijo de Saúl tras su presentación el segundo día del certamen. Los adjetivos impecable, maravillosa o el manido término “obra maestra” se repetían con pasmosa frecuencia entre las crónicas que llegaban desde la Croisette. 

Ocho meses después se estrena por fin en España y llega con el marchamo de calidad que le dan, entre otros, los dos premios que recibió en Cannes (Gran Prix del Jurado y el de la FIPRESCI), el Globo de Oro y la nominación al Oscar que recibirá con toda probabilidad en unas semanas. Y nada me desagrada más que, después de tanta espera, no conectar con El hijo de Saúl, pero no puedo empeñarme en levitar de placer con una película que, a pesar de algunos incuestionables méritos, me irrita durante gran parte de su metraje. 
El director húngaro László Nemes, antiguo ayudante de su venerado compatriota Béla Tarr debuta en la dirección de largometrajes con una nueva aproximación al tema del holocausto judío y la infamia de los campos de concentración nazis. Y como el tema ha sido ya muchas veces tratado tanto en el cine como en la televisión, Nemes ha decidido distinguirse mediante el estilo y la forma para volver a contar lo que ya se ha contado muchas veces. Y ahí es precisamente donde está el meollo de la cuestión, no en que la película no sea buena, si no en empatizar o no con el estilo de László Nemes
La primera decisión que toma para distinguirse es el formato cinematográfico que adopta el 4:3 clásico de los televisores previos a la etapa panorámica. Pase. Es una decisión de autor que me merece todo el respeto del mundo si así ha querido concebir su obra (aunque puestos a transgredir lo habitual en nuestros tiempos, me quedo con la transgresión de Tarantino que ha filmado Los odiosos ocho en el glorioso 70 mm aunque no pueda verse en casi ningún cine).
La segunda apuesta estilística consiste en colocar la cámara continuamente pegada al rostro o la espalda del protagonista (Saúl) y contar todo lo que ocurre a su alrededor en una distancia focal diferente, generalmente desenfocada. Aquí empiezo a mosquearme, primero porque para hacer eso hay que apoyarse en un actor inmensamente bueno y lo siento pero no, se pongan como se pongan, el debutante Géza Röhrig no es Marlon Brando; y segundo porque en algunas ocasiones, Nemes se salta de forma arbitraria la norma que el mismo se ha autoimpuesto.
Y la tercera premisa estilística,  y aquí es donde mi mosqueo se vuelve irritación e incluso cabreo, estriba en que en aras a “no mostrar” el horror de manera demasiado explícita (a lo cual pueden buscarse cuantas justificaciones éticas se quieran), además de desenfocar lo que sucede alrededor de Saúl, el director decide no iluminar los interiores (o iluminarlos muy poco) y utilizar un sonido agresivo y estridente que termina por resultar tan explícito como lo serían imágenes crudas bien enfocadas y bien iluminadas, lo cual invalida, en mi opinión, la justificación ética de no querer mostrar el horror. 
Porque el resultado de todo esto, no nos engañemos, es que la película no se ve. Si sumamos todos los minutos de oscuridad, la conclusión es que permanecemos contemplando una pantalla en negro durante casi un tercio del metraje, y esto, que no parece incomodar a casi nadie, a mí me provoca ganas de gritar “¡el  emperador está desnudo!”. 
El hijo de Saúl es, en principio, una historia emotiva acerca de un miembro de los Sonderkommando (judíos presos en los campos de exterminio pero que trabajaban haciendo ingratas labores con la fútil esperanza de salvar la vida), que se empeña en dar sepultura como (su) Dios manda a un muchacho que asume como hijo suyo (a mí no me queda claro que lo sea). Pero la emotividad potencial de la historia se ve lastrada por todas las razones que he intentado argumentar en los párrafos precedentes. Tan solo los últimos diez minutos (en los que curiosamente se ve lo que ocurre) me parecen cine del bueno, pero diez minutos no me compensan más de media hora de ruido y oscuridad.
Soy consciente de que es una de las películas del año, de que figurará en la mayoría de las listas de mejores películas para gran parte de los críticos y de que el Óscar a la mejor película extranjera va a (salvo cataclismo) terminar de coronar su prestigio y el de su novel director. Yo me bajo del carro de admiradores. Y bien que lo siento.

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