martes, marzo 19, 2024

Crítica de ‘Mi hija, mi hermana (Les Cowboys)’: La radicalización religiosa como fondo de una búsqueda desesperada

Las críticas de Carlos Cuesta: Mi hija, mi hermana (Les Cowboys)

Esta interesante película y lo que tiene (o podría tener) de realidad puede sacar los colores a más de uno de los que debería haber puesto freno al yihadismo radical en Europa y no lo hizo; en su momento, cuando se podía hacer algo, o se podía hacer más. En parte porque pone el dedo en lo que las familias, los ciudadanos de a pie, los políticos oportunistas y unas fuerzas del orden desbordadas debieron hacer y no hicieron, o no les dejaron hacer. Mi hija, mi hermana parte de la desaparición de una muchacha francesa que ha entrado en contacto con el islamismo radical a través de su novio árabe. A partir de ahí, un padre coraje arrastrará a su hijo a una búsqueda sin fin aparente para recuperar a la joven de dieciséis años, absorbida por una ideología que la ha aislado de sus raíces, y que puede terminar por destruir a su familia.

Thomas Bidegain da el salto a la realización después de un buen número de colaboraciones satisfactorios en los guiones de Jacques Audiard. La óptica de una realidad social compleja, siempre en el límite del conflicto, es físicamente menos violenta en la ópera prima de Bidegain que en los títulos de Audiard. Su manejo del drama es un tanto más convencional pero en Mi hija, mi hermana también se respira y se palpa la aspereza que provoca el roce de las culturas, que sucede en la frontera entre el mundo civilizado y el fracaso de la sociedad moderna en Occidente.

François Damiens (La familia Bélier) confirma sin duda posible que es capaz de trascender la comedia para construir un personaje de la intensidad, credibilidad y dureza que requiere este tema. Quizá sus diálogos no estén siempre a la altura de su interpretación y su personaje se ve por momentos preso de una historia demasiado lineal y de la necesidades cronológicas del relato. Nada de eso impide que Alain se convierta en la encarnación de todos aquellos padres víctimas de la radicalización de alguno de sus hijos. La manifestación perfectamente calibrada de sus sentimientos y de sus silencios, más allá de su cólera, convierten a este padre, y a su hijo (Finnegan Oldfield) en un testimonio histórico, pese a lo ficcional, del drama cultural y social de una Europa atrapada en la trampa de una falsa integración.

El mensaje global que se afina en la conclusión del film, que no desvelaré, está a punto de pecar de ese etnocentrismo paternalista que ha provocado tantos males en la «liberación» de algunos países de Oriente. Ese habría sido un error lamentable que Mi hija, mi hermana no comete, ejecutando un drama que no cae en la xenofobia y que entiende, o eso creo, que la tolerancia no se puede ejercer a la fuerza, y mucho menos a fuerza de mirar para otro lado para mantener vivo un idealismo inocente que puede llegar a destruirnos y que en efecto, nos está destruyendo. De ahí la importancia de que el papel interpretado por Damiens tenga el contrapunto del padre árabe del joven islamista radical, ajeno a la propaganda yihadista que ha abrazado su hijo.

Mi hija, mi hermana no esquiva ciertos puntos sensibles como la marginalidad, origen ocasional del radicalismo, aunque sea tangencialmente, y por supuesto no obvia que los atentados de las Torres Gemelas, Madrid, Londres (y podríamos decir lo mismo de París, que no aparecen retratado en el film) son la manifestación grandilocuente y global de una serie de negligencias, desatenciones e hipocresías que se han venido repitiendo a pequeña escala en barrios y aldeas de todo el mundo; que se han sucedido ante las respuestas placebo de laicismos confusos, de alianzas de civilizaciones de cartón piedra y de compromisos humanitarios estériles, cuando no inexistentes. 

Esta producción merece la pena verse por el alto nivel de algunas de sus interpretaciones, por su tremenda tensión, por el interés de su relato, por la actualidad de su contenido, por su equilibrada realización y por su estupenda banda sonora, intensa, elevada y nunca invasiva. Por otra parte, y aunque no tengo vivo el recuerdo de Centauros del desierto, en el que parece inspirarse, es interesante destacar que buena parte del film comparte la amarga épica del Western.

El dramatismo no cae en el melodrama. Su denuncia no deriva tampoco en la xenofobia ni en pataletas bochornosas. Su historia, ambientada a partir de 1994, recorre algunas de las grandes bestialidades del islamismo radical en suelo europeo: las Torres, Atocha, el metro de Londres, y nos recuerda que las recientes tragedias de París, Túnez y Siria, no son el fruto de dos días; si son la consecuencia de una política internacional inhumana, al límite del imperialismo, también lo son de una mala compresión de la realidad humana más próxima, de una educación en valores temblorosos, y de una política local, incluso de barrio, que ha ignorado su papel en la construcción sana de las naciones. Esto no es nuevo, desde No sin mi hija hay muchos bienintencionados que se llevan sorpresas horrendas. El problema es que a base de ignorar la realidad, ahora las víctimas caen de cien en cien.

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