Las críticas de Carlos Cuesta: Macbeth
La intensidad y la fuerza de los diálogos escritos por Shakespeare pueden por sí mismos poner fin al debate sobre si todo está ya contado. Las grandes pasiones del hombre y los desafíos a su humanidad estaban ya contenidos en las tragedias griegas, lo volvieron a estar en la obra de Calderón de la Barca y tomaron de nuevo cuerpo en los dramas shakesperianos. ¿Qué falta hay de adaptarlas sin fin, de rehacerlas, de reinterpretarlas y de reescribirlas? A la luz de películas como Macbeth de Justin Kurzel bien se puede responder que representar de nuevo los clásicos es siempre bueno, siempre que se haga bien.
No sé hasta qué punto es necesario hablar del argumento de la obra, pero en todo caso, Macbeth (Michael Fassbender) es un noble escocés que debido a su audacia en la guerra recibe de su primo el rey nuevos títulos que elevan su condición. El augurio sobre su futuro reinado escuchada de la voz de cuatro oráculos inflamarán su ambición; el ansia de poder de su esposa (Marion Cotillard) le empujarán a una violencia infame para lograr la corona y mantenerse en el trono. Sin embargo, lo mismo que los vaticinios auguraron su ascenso, designarán su caída, dando lugar a un trágico, sanguinario y emocionante relato sobre el poder y las profecías autocumplidas.
Este Macbeth está lejos de ser irreprochable, pero es un relato bien ordenado, emocionante, interesante, bien dirigido, bien interpretado y puede presumir de una espectacularidad visual gigantesca (fotografía de Adam Arkapaw, Lore). En la columna de los contras, el lógico deseo de diferenciar su obra de las precedentes lleva a Justin Kurzel a una serie de recursos técnicos que a mi juicio no siempre son los apropiados, concretamente el ralentí hasta el abuso. En otro orden de cosas, la situación de los personajes orientados hacia la cámara y de espaldas a la acción, en algunos planos generales, delatan la mano del director en la puesta en escena, lo que señala con el dedo la necesidad de diferenciarse que acosa a los realizadores que hincan el diente a una pieza demasiado grande. Y Macbeth es una pieza muy grande. El ansia de querer romper la cuarta pared a veces crea entre el público y la escena más obstáculos de los que salta.
Por lo demás, la actuación de los personajes principales se adhiere con garra a una locución de los diálogos y a la atención del espectador, maravillándolo, fascinándolo. El análisis visceral de las consecuencias del asesinato, del golpe de conciencia y de culpa, del miedo que acompaña a la ambición y el terror que se emparenta a la decadencia moral de la corrupción están excelentemente imprimidas en la película. Se lo debemos a un Michael Fassbender a la altura del personaje, valiente, atormentado, poseído y finalmente patético, marioneta de poderes y ambiciones que le superan; el actor y su trabajo se ven superado, también es cierto, por la potencia inherente a unos diálogos que no podrían vivir sin el actor, pero que son casi capaces de hacerlo.
También hay que aplaudir la más que honrosa aparición y sobrecogedora actuación de una Marion Cotillard a la que siempre perseguirá su penosa muerte en el Batman de Cristopher Nolan, pero que de nuevo vuelve a dar una lección de lo que es una gran actriz. Sin embargo, de entre todo el plantel, el que más me ha convencido es el papel de Macduff abanderado por Sean Harris (antagonista de Misión : Imposible – Nación Secreta). Su furiosa y fanática desesperación al descubrir la muerte del rey se escapa de la pantalla y te cae en la butaca; la forma en que ejemplifica la coherencia frente a una falsa lealtad institucional inspirada por el terror son uno de los puntos fuertes de esta producción.
Los hermosos paisajes naturales escoceses vuelven a ser una baza favorable. Son el escenario de fuerzas humanas primigenias que se liberan con toda la intensidad posible del gran teatro de las pasiones y que alcanzan uno de sus puntos máximos en la podredumbre moral del matrimonio Macbeth y en una violenta conclusión ambientada y dirigida con un talento que da envidia. Esa fuerza está bien canalizada gracias al gran trabajo en equipo de esta producción (tanto en la fotografía, como en la faceta sonora como en la belleza de los decorados). Pero esta potencia dramatúrgica a veces se descontrola, como en los momentos en que Banquo (Paddy Considine), gran amigo de Macbeht, le habla a su hijo. La cara circunspecta del niño habla por sí sola al escuchar el intrincado diálogo que comparten con él: «Papá, no sé de que diablos me estás hablando». Y claro, el resultado es muy extraño, casi provoca risa, en vez de prepararnos para los acontecimientos que están por venir.
¿Otro Macbeth más está justificado? Una buena obra siempre lo está. El teatro se plasma en líneas sobre el papel pero nace para ser representado una y otra vez. El juicio sobre la pertinencia de una adaptación de este tipo bien puede estar ligado a las pretensiones de quien la pone en funcionamiento. Si su objetivo es tomar los galones de un original inmortal, le deseo suerte. Si por el contrario la admiración por la fuente original, el talento y la honradez profesional se aúnan en un evento infrecuente, es posible alcanzar la excelencia. Este Macbeth está entre ambos extremos, pero más próximo al halago que al abucheo porque su trabajo de actualización y adaptación del clásico se merece que vayamos al cine y la disfrutemos.
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Parece que va a estar bastante por encima de las últimas adaptaciones que se han hecho en cine de Shakespeare. Y además es que debe estar muy mal para que no valga la pena ver Macbeth, sólo por su trama.