sábado, febrero 24, 2024

60 SEMINCI. Sección Oficial (Fuera de concurso). Crítica de ‘Nadie quiere la noche’: Avalancha de emociones en el Polo Norte

Las críticas de David Pérez «Davicine» en la 60 SEMINCI:
Nadie quiere la noche

Isabel Coixet nos cuenta en Nadie quiere la noche la historia de una mujer de la alta sociedad americana, Josephine Peary, que en 1908 decide reunirse con su marido, el explorador Robert Peary, y compartir con él el instante de gloria del descubrimiento del Polo Norte. Aunque todo el mundo y en especial Bram, un experimentado explorador, la alertan de los peligros que la acechan, Josephine emprende la arriesgada empresa sin hacer caso a nadie, acompañada de Bram y dos esquimales. La película narra el viaje épico de esta mujer por el lugar más inhóspito del mundo, sus aventuras y su encuentro con una mujer inuit, Allaka, que va a cambiar sus rígidas ideas sobre el mundo y la vida para siempre. Josephine Peary deberá enfrentarse a la muerte, al peligro y a sus propios fantasmas para poder sobrevivir en la noche ártica.

La directora española vuelve a rodearse de un reparto internacional con el que puede llegar a muchos más espectadores, si es que el mero reclamo de su apellido no es suficiente, pero contar con Juliette Binoche al frente de la película es ya de por sí un aliciente para disfrutar de este frío proyecto, más aún si está acompañada de Rinko Kikuchi. No hace falta decir que Gabriel Byrne, como un duro explorador, es un excelente actor, pero el guión no ayuda a que demuestre sus cualidades artísticas, quedando como un mero secundario a la sombra de las dos protagonistas femeninas.

La película, por tanto, está orientada para el deleite de los fans de Binoche, quien como gran actriz que es puede acaparar ella sola el protagonismo de la película, y no permite concesiones a la hora de hacerlo, estando presente en solitario (hablando consigo misma), como una mera voz en off sin más relevancia en pantalla que las montañas nevadas, o bien con Gabriel Byrne o Rinko Kikuchi, pero siempre ella en escena, lo cual hace que algunos personajes no tengan tiempo de ser presentados con más detalle. En pocos secuencias encontramos una gran carga visceral, aunque cuando Josephine entiende por primera vez los motivos por los que Allaka la acompaña en su espera, Binoche da una exhibición de calidad interpretativa al salir corriendo por la nieve con lágrimas de rabia, odio y tristeza a la par, escena que ve incrementada la sensación de emociones contradictorias gracias al saber hacer del compositor Lucas Vidal al piano.

La relación mejor planteada es claramente la que implica a Binoche Kikuchi, quien repite con Coixet tras Mapa de los sonidos de Tokio, y deja patente su encanto y espontaneidad al meterse en la piel de una inuit con su propia y particular forma de hablar en inglés, siendo éste el recurso empleado para suavizar el drama con toques de humor, o más bien con situaciones distendidas. Entre ambas surge una extraña pero necesaria unión, con un enfrentamiento inicial que representa dos mundos y dos formas opuestas de ver la vida y de hacer frente a la naturaleza. Y, unidas sin esperarlo, lucharan juntas contra la cruel y siniestra dureza de la noche polar.

Con claridad se vislumbra la intención de una narración épica de la historia real del explorador estadounidense Robert Peary y sus ambiciones por ser el primer hombre en llegar al Polo Norte, aunque está inspirada y no basada en hechos reales, y dejan al explorador en un segundo plano para centrarse en su leal esposa Josephine. Tras el momento más dramático se vuelca en su relación con Allaka en un viaje físico y emocional de ambas sin dejar de lado la desesperación, el sufrimiento, la frialdad y el amor, que es el género que más domina la cineasta, cojeando la película en las escenas con más acción donde deja patente su falta de experiencia en este tipo de trabajos.

La fotografía de Jean-Claude Larrieu nos adentra en la fría y solitaria estepa del Polo Norte, con secuencias de archivo de las avalanchas y paisajes polares con problemas de definición que no quedan integrados convincentemente con el resto del metraje. Jean-Claude juega con los colores para hacernos experimentar las sensaciones térmicas de los protagonistas, con tonos ocres y cálidos cuando están en interiores o en ciudades pobladas, y tonos apagados, casi en blanco y negro, para recrear las escenas más frías. Los épicos paisajes árticos se alternan con la intimidad del iglú, contrastando la impresionante y dura naturaleza de la primera parte de la película con la segunda en el claustrofóbico iglú. A veces nos trae a la mente algunas aventuras de Werner Herzog, pero con los recursos actuales queda muy lejos de la espectacularidad de títulos recientes como Everest. El trabajo de Larrieu funciona muy bien en las escenas al aire libre, como por ejemplo con las trineos tirados por perros, pero los primeros planos no siempre sirven el drama.

El estilo con el que Coixet muestra la lenta amistad que surge entre las dos mujeres, unidas por las desavenencias climatológicas y un amor en común, no logra alcanzar el clímax dramático que en todo momento se espera de su cine, mientras que la calidad natural de Binoche conduce la película al igual que la señora Peary a su equipo de huskies, quedando Nadie quiere la noche en un drama histórico repleto de emociones sin demasiada intensidad, con un reparto estelar y una fotografía impecable como principal reclamo. Como dice Juliette Binoche en la película: «Siempre hay que terminar lo que se empieza. Y voy a terminar ésto».

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