La creación de Ryan Gosling no es fácilmente accesible, aunque sea penetrante, intencionada y transmita una fuerte ansiedad por comunicar un mensaje. ¿Es ese mensaje una crítica a la telerrealidad o al consumo de un ocio en el límite de lo obsceno, o directamente bochornoso, mientras el mundo real se cae en pedazos? ¿Es una denuncia al comercio irresponsable de productos financieros basura cuyas consecuencias está pagando la gente de a pie? El único argumento más o menos claro es el que nos habla de una población defraudada con el sueño americano.
Desde luego la película incita con dureza nuestra curiosidad, es provocadora y valiente, quizá exageradamente ambiciosa. Algunos planos tienen más explosividad que verdadero contenido; la profundidad filosófica de los diálogos es un tanto pretenciosa y al final, la mezcla de estos elementos con un ambiente próximo a lo apocalíptico no ayuda a la comprensión que pueda tener el espectador medio.
Diríamos que el conjunto podría tratarse de la versión cinematográfica de una canción de Lana del Rey. El mundo se está acabando y eso nos provoca cierto placer estético. El mundo tal cual lo conocíamos llega a su fin, y la opera prima de Gosling nos lo cuenta con tímidos asomos al documental, con atractivos planos subjetivos, jugueteando con la nostalgia de épocas pasadas con una apertura musical que hace pensar en las obras de Woody Allen; pasando de puntillas por Cabaret al sugerir que el mundo se va al garete mientras unos ricos pedantes disfrutan de sus numeritos musicales, pero un Cabaret dirigido a medias entre la violencia sin ambages de Nicolas Winding Refn y la decadencia de ciencia ficción de un Ed Wood en color. El escenario parece ser un Estados Unidos profundo atado a un pasado de postales que a todos nos suena a algo, como si hubiéramos pasado por él en algún momento; un retrato de Michael Jackson, varias veces mostrado en el hogar barrocamente nostálgico de una mujer que ha perdido la razón, nos dice muchas cosas sobre la adoración de ídolos tan admirables como grotescos. La reunión de demasiados mensajes demasiado intensos provoca que el collage postmoderno del discípulo de Winding Refn sea más indigesto que efectivo.
La mirada hipnótica de Saoirse Ronan (Byzantium, El grand hotel Budapest) encaja como un guante en esta composición sinuosa y mágica que es, pese a todo, una invitación a una prometedora y áspera ensoñación. Su personaje vive con una pariente trastornada que ya no habla y que visiona continuamente la grabación de su boda, encerrada en una casa destartalada repleta de cosas. La mirada animista que Gosling posa sobre esta localización y sobre casi todas las que aparecen en pantalla nos ofrece emociones interesantes que resultan estériles por carecer de una dirección más concreta. El resplandor hipnótico de las pantallas y el angustioso ambiente vaporoso de barraca de feria nos aporta, no obstante, algunas pistas para interpretar este puzzle complejo. Si la película no es una invitación a que la gente sea más activa y se despierte del mal sueño en que se ha convertido este mundo frívolo, está muy cerca.
En Lost River todo puede mostrarse, pero el sexo sólo puede explicitarse con metáforas violentas, como en un mundo audiovisual que nos obliga a cenar delante de la última matanza de algún rincón del mundo, pero se ruboriza con un pecho desnudo en una gala musical. Si este es el mensaje, nada que objetar. Sea como sea, creo que Gosling se ha pasado de frenada. No dudaré en ver su segundo película para ver si consigue calibrar la máquina.