viernes, abril 26, 2024

Crítica de ‘La mala educación’: Amor truncado, chantajes y deseo sin control

Las críticas de Carlos Cuesta: La mala educación

Hay varias cosas realmente brillantes bajo la zafiedad destructiva de la historia que cuenta La mala educación. Pedro Almodóvar construye una película sobre chantajes con una estructura excelente en la que se cuenta un hecho principal (el de dos niños que se enamoran en la escuela pero se ven apartados por el sacerdote que la dirige) y otro suceso que desencadena la acción que vemos en la pantalla (el hipotético reencuentro de las dos personas ya adultas, expresado en un relato que uno de los chavales convertido en actor le entrega al otro, en su encuentro real, para que éste lo lleve al cine).
Impresiona ver cómo el director es capaz de mezclar lo ficticio con lo real sin posibilidad de distinción para regresar al pasado y conocer los motivos que han hecho a los personajes tal y como son. Gael García Bernal despliega una gran actuación con un esfuerzo complejo de psicología y transformismo que a veces queda eclipsado por la sofocante tendencia de Almodóvar de crear papeles extremos, enfangados en relaciones marginales, el consumo de drogas o directamente la fría y amoral falta de escrúpulos. Quizá como la vida misma pero con más pluma.
De lo mejor de esta película es la impactante escena de créditos donde lo religioso se confunde con lo siniestro, en clara alusión a la falta de valores y a la hipocresía del sacerdote que separó los destinos de Enrique (Fele Martínez) e Ignacio. El personaje de Gael García Bernal regresa a la vida de Enrique cuando éste es un director de renombre y le ofrece de forma aparentemente desinteresada, ingenua y entusiasta el relato en el que cuenta el curso que pasaron juntos en el colegio (hasta que los celos del padre Manolo se interpusieron en su camino). La continuación de la historia nos ofrece a un Ignacio travestido y amanerado que quiere extorsionar al sacerdote y lo chantajea con sacar a la luz la actitud impropia del maestro cuando él era sólo un niño.
La historia ficticia bebe de la real pero apariciones inesperadas permitirán a Enrique conocer lo que ocurrió en esa parte de pasado que le fue ajena. También comprender que la persona que ha acudido a él no es ni de lejos la que compartió su primera relación homosexual siendo sólo un niño, y con la que ahora comenzará una serie de encuentros carnales. Aunque la historia tiene ese poso tierno y amoroso de historias truncadas y sinceras la verdad es que la monstruosa actitud hipócrita del sacerdote y la aturdidora promiscuidad de los personajes transforma el relato en algo incómodo e incluso poco agradable.
Eso no quita para que Almodóvar vuelva a demostrar que es capaz de crear diálogos de una frescura y franqueza inusuales, capaces de reunir lo ridículo y lo mundano en una misma frase para conseguir atrapar la atención de un espectador que agradece que los personajes no digan sólo más de lo mismo. Tampoco quita para que algunas escenas sean un tanto bochornosas: como en la que el sacerdote (interpretado por Lluís Omar en la realidad y por Daniel Giménez Cacho en el rodaje) intenta abusar de Ignacio durante una excursión. Ese momento en el que el niño canta una versión de Moonriver con una potente voz aguda para ambientar la idea del paraíso profanado por el tutor es insoportable, quizá a propósito. Otra escena en la que el padre Manolo juega al parchís junto con un ya adulto Ignacio y su hermano abraza el colmo de la rareza.
Está claro que con este festival de pelucas, amaneramientos y de travestidos incapaces de parar de repetir la palabra «maricón» Almodóvar no quiere presentar lo homosexual como algo estándar. Parece más interesado en denunciar la doble moral de algunos integrantes de la iglesia al tiempo. También es evidente que vuelca su pasión y su amor por el cine en algunos de los personajes que crea para que sean una extensión de él mismo. Se aprecia en la actitud del personaje de Fele Martínez o en el final moralista en el que se nos relata el desenlace de la vida de cada uno de los personajes.
Alberto Iglesias vuelve a demostrar su pericia a la hora de inyectar tórrido calor a las escenas de esta delirante sucesión de maldades e intereses, donde se vuelve a demostrar, por ejemplo, que Javier Cámara sabe ser convincente camaleón por horroroso o difícil que sea su personaje.
Si el objetivo de la película es incomodar, bien por el responsable porque lo logra. Los giros de la trama y la exposición de las motivaciones reales de cada personaje aportan una cucharada de emoción a una historia  tan personal y descabalada que puede gustar o no según lo raro que uno tenga el día. Es una película bien hecha al que su ánimo de provocar le hace continuas zancadillas.

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