sábado, abril 20, 2024

‘Los amantes pasajeros’: El especial de nochevieja que Almodóvar nunca llegó a hacer

Las críticas de Carlos Cuesta: Los amantes pasajeros

No sé si hemos empezado de la mejor manera, pero ahí voy. La situación les va sonar: un vuelo de la compañía Península con destino a Méjico espera pista para hacer una aterrizaje de emergencia debido a un tren de aterrizaje inutilizado. Mientras el avión da vueltas alrededor de Toledo toda la clase turista permanece sedada sin percatarse de nada en absoluto. Mientras, los que se enteran de que va la «fiesta» y los responsables del vuelo comparten su vida, sus miserias y sus vicios. No puedo suponer otra cosa que el vuelo es una metáfora de España, de un país que se va al garete entre copas, jolgorio, chanchullos, pufos y cachondeo mientras la población no reacciona en el sálvese quien pueda.
Los amantes pasajeros de Pedro Almodóvar goza de todas las licencias de la comedia más desenfrenada, y en ese género sobrevive, pero hasta en el disparate uno percibe el gran contraste que hay entre lo mejor y lo peor de la misma película. Escenas de genialidad humorística se mezclan con pobres chistes sobre pedos y semen; interpretaciones magníficas conviven con actuaciones ni tan siquiera pasables. Uno podría tan solo relajarse y disfrutar de lo que pueda si no fuera por esa incómoda sensación de que la historia quiere moralizarte a base de sexo y desenfreno, que es algo así como intentar adelgazar con chocolate y bollería industrial.

Esta película nada convencional da la sensación de estar formada por una sucesión de gags, una consecución de fragmentos a medio atar aunque la narración sea lineal y respete el orden cronológico. Tanto que me dio por preguntarme si no estaba viendo un especial de nochevieja, un programa encargado al mismo Almodóvar para ver entre plato y plato de la última cena del año. Si nos lo tomáramos así, hay sketches que funcionan y otros que no, y de los buenos tienen la culpa de casi todos los tres azafatos geniales Raúl Arévalo, Carlos Areces y Javier Cámara). El número musical de los tres interpretando superamaneradamente I’m so excited es sin duda lo mejor de la película.

Cada uno con su estilo, la tripulación nos conduce hacia la risa con su labia, sus maneras, sus posturas y sus silencios. Javier Cámara está excelente en el papel de un sobrecargo incapaz de mentir. Su estilo lo impregna todo y su verborrea honesta va desencadenando las situaciones. He visto a pocos interpretar tan bien el estar borracho y a pocos (incluyo al Santos Trinidad de José Coronado) apurar un trago con ese ansia que te incita a pedir otro para ti. Raul Árevalo y Carlos Areces, cada uno a su manera, están también fantásticos. 
Si pasamos de puntillas por el reencuentro fugaz de Penélope Cruz y Antonio Banderas, así como si nada, con una única aunque trascendental escena, podemos pasar a los pilotos; a un Hugo Silva poco creíble en el tímido camino hacia el reconocimiento homosexual y un buen Antonio de la Torre paseándose por el estereotipo del padre con hijos a un estornudo de salir del armario. Los dos son responsables de una hilarante escena en la que se mezcla la terminología técnica de los pilotos con la zafiedad descarnada para hablar sobre una relación sexual entre ambos.
El sexo. Sexo por todas partes. Un cocktail de agua de Valencia y mescalinas puede dejarlos a todos tan motivados como para empezar a copular sin rubor alguno con el que tiene al lado, ya esté dormido o despierto. Lo mismo Miguel Ángel Silvestre (el Duque de Sin tetas no hay paraíso) con su mujer recién casada (Laya Martín, Yo soy la Juani); Norma, una popular artista de variedades convertida en dominatrix que tiene a los principales políticos del país y a la realeza como sus principales clientes (Cecilia Roth, o Bárbara Rey, o no sé, guiños varios) con un sobrio y educado hombre de negocios mejicano que tiene más de un secreto; y no os digo con quién Lola Dueñas, una risueña e ingenua vidente virgen. José Luis Torrijo (un político que huye del pufo que ha dejado en una caja de ahorros y que tiene el sugerente apellido Más) no se acuesta con nadie, pero asiste a los disparates del avión intentando mantener cierto decoro. A él no le condena la justicia sino su falta de espontaneidad y su hablar monótono.

Las líneas de la trama unen a un personaje con el que se acuesta, sin más misterio, y alguna de las historias paralelas como la del actor que encarna Guillermo Toledo no parecen servir para nada más que para colar a Paz Vega y para salir un poco del avión y no angustiarnos más de la cuenta en el habitáculo.

Sexo. Mucho sexo. Sobre todo sexo homosexual. El heterosexual se presenta como una especie en decadencia que tiende a extinguirse. Los personajes con esta tendencia parecen bichos exóticos que mantienen una costumbre arcaica porque viven reprimidos, bien por cuestión de condicionamiento social o por cobardía. En ese sentido, y pese a la insistencia en la mención a las prácticas felatorias, no creo que Los amantes pasajeros sea una película militante gay, por más pluma que tenga. Tampoco creo que mantenga excesivas pretensiones de crítica social, sino más bien quiera divertir ridiculizando la realidad, porque desde luego la España real es más esto que Tres metros sobre el cielo.

Como la risa es inevitable en algunas escenas no me explico algunas otras de los personajes entrando en pequeño tropel en la cabina de los pilotos, al más puro estilo de vecinos fisgones de Aquí no hay quien viva; tampoco me entra en la cabeza una conversación telefónica de Norma que es casi un homenaje al Encarna-empanadilla, de Martes y trece (y venga la nochevieja).

No creo que sea justo comparar Los amantes pasajeros con algunos de esos clásicos tan sátiros de Pajares y Esteso (éstas no tenían ni la brillante selección musical, ni la selección de los planos, ni el sentido plástico ni el presupuesto que tiene la última película de Almodóvar), pero ni es una gran comedia ni es una gran película. Es poco más que una fantasía erótica de avión sacada de madre mezclada con una metáfora acertada de un país que se nos va a tomar por culo. Nunca mejor dicho.

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