Las críticas de Carlos Cuesta en la 57 Seminci: Seven Minutes in the Warsaw Ghetto (Siete minutos en el gueto de Varsovia)
La crueldad y la tragedia son recursos narrativos que pueden encogernos el corazón y conmovernos, pero que pueden ser desagradables e innecesarios. No sé si es excesivo decir que esa es la sensación final que me deja este cortometraje. El desenlace me atacó con una sensación de violencia y crueldad gratuitas que no aportan absolutamente nada a mi vida más que un desconsuelo que soy incapaz de amortizar.
Todo pese al arranque prometedor de la animación de unas marionetas digitales sorprendentes, de rostro casi humano, pobladas de marcas agrietadas en el rostro, como venas o senderos que recorre la tristeza. Era una acción muda, en escala de grises, nostálgica, viva. La historia de un niño jugando en un suburbio con pequeños tesoros que guarda en un baúl. Un final dramático le espera detrás de un muro cuando juega a atrapar una zanahoria con un lazo.
Johan Oettinger es el joven realizador danés que dirige Siete minutos en el gueto de Varsovia, una obra de título sugerente que me hacía esperar una historia repleta de eventos concentrados en ese espacio de tiempo. En contra de lo esperado, la acción se desarrolla calmada, densa, mecida por una sensación melancólica y sensible. El niño sale a la calle a jugar con su nuevo tesoro, una pluma de cuervo, y la verdad es que entre esto y un amago humorístico acerca de una caricatura de Hitler, poco más hay que contar.
El trabajo de animación de las marionetas da un resultado un poco anquilosado, pero el acabado estético de los personajes es sensacional, precioso, muy poético, anhelante de mensajes que decir, y que no acaban de expresar del todo. El suave desarrollo de la atmósfera triste contrasta, de golpe, con un cierre precipitado que busca la impresión por contraste, y lo consigue, desde luego. Pero ni siquiera el disparo suena a un disparo de verdad, capaz de colmar, aunque sea, la sensación de realismo del horror que acaba de ocurrir ante nuestros hijos.
Desconozco los motivos que empujaron al guionista Richard Raskin a escribir para el cortometraje una historia de la que he leído que está basada en un hecho real, por eso tiene mi máximo respeto. También lo tiene todo el equipo del cortometraje por el ingente trabajo que debe de suponer animar así a los personajes, una verdadera maravilla. Si les ha valido para exorcizar un pensamiento, o un recuerdo, perfecto. Es una misión del arte como otro cualquiera, y lo que han hecho es verdadero arte. Si les ha servido para comprender más aún cómo trasladar el rostro humano y sus gestos a la faz de un muñeco, genial. A mí, personalmente, me ha resultado un ejercicio de tristeza innecesaria y nada productivo, como espectador.