El caos adolescente, el caos narrativo
Un cuento macabro infantilizado
Lo que hace interesante a la propuesta de Soy infinita como el espacio es el planteamiento escenográfico que tiene. La élfica Jessica no deja de ser un personaje de cuento macabro con brujas, príncipes, hechiceras y monstruos que interactúan a su alrededor. Al menos lo hacen en el interior de su mente. Es una vía de escape para huir de una realidad cruel y que le disgusta. La película está contada (casi siempre) desde la óptica de la creativa adolescente de modo que las escenas oníricas se superponen sobre lo que sucede en la vida real. Es una dinámica que recuerda, de algún modo, a películas como El Rey Pescador (Terry Gilliam, 1991) o El corazón del guerrero (Daniel Monzón, 2000), aunque por desgracia Anne Riitta Ciccone se desprende del tono aventurero de aquéllas para dotar a su película de una pátina social que casi siempre resulta forzada.
Mucho peor es el tono de comedia bufonesca que imprime de forma absurda en algunos diálogos o situaciones, desviando en demasía nuestra atención puesta en lo mágico del relato y convirtiendo lo que podría ser la escenificación de una novela gráfica para adultos en una absurda caricatura carnavelesca e infantilizada hasta el desespero. Por eso el giro dramático del tercer acto funciona tan mal y se siente metido con calzador. No podemos tomarnos demasiado en serio algo que se ha mostrado hasta entonces carente de profundidad y con un carácter totalmente desenfadado. Es una verdadera pena porque la película tenía mimbres suficientes para aprovechar la oportunidad de hacer algo relevante en el tan manido género que refleja el aprendizaje adolescente.
Una puesta en escena visualmente atractiva
Pese a lo fallida que resulta Soy infinita como el espacio no se pueden pasar por alto algunos detalles destacables. Anne Riitta Ciccone demuestra una imaginación desbordante con verdaderos hallazgos estéticos en su reflejo colorista del universo interior de la protagonista. Sin duda está ayudada por la fotografía de Pasquale Mari (La pasión de Josué el hebreo, El último harén, de Ferzan Ozpetek) que busca en la saturación cromática la irrealidad de los sueños, y por el trabajo en la escenografía, decorados y, en especial, el vestuario ideado por Andrea Sorrentino (María Antonieta, El gran hotel Budapest). Todo sirve para crear un mundo de fantasía y encantamiento solapado sobre la realidad trágica que conlleva la vida real.
El reparto coral realiza un trabajo desigual y hay una sensación de histrionismo generalizado entre los secundarios. Mucho mejor resulta el trabajo que hace Mathilde Bundschuh, joven actriz alemana que compone el reverso de una carismática revisión adolescente de las heroínas Disney, pero con el embrujo de un fantasioso Tolkien a ritmo del metal y electro-ghotic de Proyecto Pitchfork. Y también tenemos en escena a Barbora Bobulova, en un rol desconocido para ella, como esa cantante frustrada y decadente cuya tenacidad interior sirve de inspiración final para los desafíos futuros que deberá afrontar nuestra protagonista.
Soy infinita como el espacio tiene un discurso a favor de lo diferente, de lo original, de lo creativo. Invita a luchar por los sueños porque son lo que nos define y diferencia de los demás. Es una película inusual que equivoca mucho el tono expositivo, pero que puede llegar a sorprender a alguna gente joven que se identifique con el personaje principal. Aún así, la sensación final es de oportunidad desperdiciada.
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