jueves, marzo 28, 2024

Crítica de ‘Heridas abiertas’: El gótico sureño pervive

Las críticas de Cristina Pamplona “CrisKittyCris”: Heridas abiertas

Hay una frase de William Faulkner que reza que el pasado nunca muere. En pocos lugares es más aplicable que en el sur de los Estados Unidos; esa tierra anclada en un limbo entre la tradición y el presente. Un lugar donde, bajo el aroma de la magnolia, vecinos representan cada año las batallas de la Guerra Civil como si, por cortesía divina, eso fuese a cambiar su derrota a manos de la Unión. Heridas abiertas, la miniserie de HBO, recoge el testigo de tantos y tantos autores que se sumergieron en los fantasmas de esa tierra, y nos trae un drama heredero del gótico sureño.

Heridas abiertas es la adaptación de la primera novela de Gillian Flynn, quien consiguió reconocimiento mundial por su título Perdida, y por la versión cinematográfica que de ésta hizo el director David Fincher. La productora Marti Noxon, responsable también de Buffy Cazavampiros, es la artífice de esta adaptación a televisión, mientras que el canadiense, Jean-Marc Vallée (Dallas Buyers Club, Big Little Lies), se hace cargo de la dirección. Con Heridas abiertas, la plataforma en streaming HBO vuelve a demostrar su gusto impecable a la hora de añadir producciones a su catálogo.

La serie de ocho episodios comienza cuando Camille Preaker, una periodista de San Luis con un pasado tortuoso y un grave problema con el alcohol, se ve obligada a regresar a su pueblo natal, Wind Gap, para cubrir los asesinatos de dos adolescentes. Pero Camille no está feliz de volver a casa. Ese lugar le recuerda a su hermana fallecida, a su madre poco amorosa y a la crueldad y el abuso de un pueblo que la dejó muerta en vida. Llevando a cabo una investigación en paralelo con la policía, Camille tiene que enfrentarse a su pasado, y luchar porque este no se convierta en una cicatriz más en su cuerpo autolesionado.

Heridas abiertas comienza cada episodio con una palabra tatuada a cortes en la piel de la protagonista, testigo de su mente herida. La personalidad taciturna, amargada y desesperanzada de Camille choca con la categoría de reina del pueblo de su madre, Adora. Ella es la dama que parece manejar a Wind Gap a su antojo. Todos la quieren y todos la odian, pero la imagen que Adora proyecta de puertas afuera de su imponente mansión, con sus vestidos coloridos, sus pamelas elegantes y su eterna sonrisa, poco o nada tiene que ver con la crueldad que alberga y vuelca en su hija mayor.

Distinta es su relación con su hija pequeña, medio hermana de Camille; una adolescente caprichosa y engreída que bascula entre la ternura y la malicia. Amma sabe y disfruta de someter a los demás y, a pesar de luchar contra ello, Camille también cae presa de ese magnetismo.

La narración de la historia es prácticamente lineal a excepción de los flashbacks que atormentan a Camille. Sin embargo, este recurso no se utiliza para explicarnos con claridad los hechos del pasado, sino que son parpadeos de una historia que nunca ha terminado. Porque la vida de Camille quedó irremediablemente congelada el día que su hermana murió, por lo que el presente, el regreso a Wind Gap, los asesinatos, no son más que el fino velo que pretende tapar lo ya ocurrido, pero que no puede evitar transparentar. Todo aquello que vive Camille la devuelve a su adolescencia, a la fuente de su dolor.

La autora Gillian Flynn elige de nuevo el medio oeste para ubicar la historia. Sin embargo, la modernidad que Camille ha experimentado en San Luis (en la novela se trata de Chicago), choca con Wind Gap, un pueblo ficticio que la novelista sitúa en el sur de Misuri, en una zona llamada «Little Dixie» por la cantidad de emigrantes sureños. El estado quedó dividido durante la Guerra de Secesión y, mientras que el norte apoyó a la Unión, el sur permaneció confederado. De ahí que toda la historia destile lágrimas de gótico sureño con una especie de esquizofrenia identitaria. Su atmósfera asfixiante, sus grandes casas señoriales, sus secretos y sus vicios son elementos clásicos del género. Incluso esa pista sobre una mujer de vestido y cabello blanco alrededor de los lugares donde desaparecieron las niñas, recuerda a la protagonista de «Una rosa para Emily» o a Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo.

El ritmo pausado de la historia, en la que te vas sumergiendo casi sin darte cuenta, es además una experiencia sensorial. El director Jean-Marc Vallée se deleita en el detalle: en las manos de Adora recorriendo el pelo de Amma, el sol sobre dos niñas en patines, el precioso y al mismo tiempo asfixiante papel de las paredes. Las luces y sombras juegan un papel fundamental para manipular nuestros sentidos y esconder a los fantasmas del pasado. Eso unido al escenario geográfico, con ese bosque de vegetación enredada y opresiva, encierra la historia en un orbe hermético en el que la mentira, los secretos y el pasado no pueden respirar y terminan por pudrirse, intoxicando a todo el que queda dentro.

Y es que el pueblo es un personaje en sí mismo. En un momento de la historia, Camille escribe que Wind Gap asesina a sus hijos. Y eso es precisamente lo que consigue, más allá de los asesinatos. Wind Gap envenena la mente de sus ciudadanos, porque todas sus historias, su decadencia moral, sus conflictos y sus crímenes se ahogan en alcohol, infidelidades, suicidio, o se maquillan con una pátina de cautivador costumbrismo.

Como ya ocurriese con Big Little Lies, esta es una historia con un particular interés por sus personajes femeninos. Sin desestimar el trabajo actoral de Henry Czerny (Los Tudor, Mission: Impossible), Matt Craven (Algunos hombres buenos, X-Men: Primera generación) o Chris Messina, quien interpreta al detective Richard Willis, el forastero en esa ciudad que no puede entender, lo cierto es que toda la luz recae sobre las tres protagonistas femeninas.

De Patricia Clarkson poco podemos decir. No hay papel donde no deslumbre y se maneja con la misma soltura sin importar género. Como Adora, Clarkson se convierte en una villana compleja y retorcida que se alimenta de la necesidad que despierta en los demás. La jovencísima Eliza Scanlen, con su breve carrera, demuestra un talento inesperado metiéndose en la piel de Amma, un personaje tan magnético como odioso. Scanlen se convierte en esa adolescente manipuladora con las medidas justas de sensualidad precoz y ternura infantil. No es de extrañar que Greta Gerwig ya la haya fichado para interpretar a Beth March en su esperada adaptación de Mujercitas.

Ahora ya no se puede imaginar a Camille con otra cara que no sea la de la actriz Amy Adams. Nominada cinco veces al Oscar, decir que Adams es buena actriz está de más, pero es que Heridas abiertas consigue que se luzca como nunca antes. Lejos del histrionismo que en ocasiones acompaña a los personajes torturados, Camille se reprime, es casi desidiosa y, sin embargo, a solas se deja estallar. Amy Adams sabe jugar con cada arista del personaje mostrándolo tan tridimensional que el espectador entiende cada uno de sus comportamientos, en lugar de percibirla de forma pasiva.

Heridas abiertas arde despacio y aumenta su tensión con cada episodio, exigiendo además toda la atención del espectador que, a pocas horas de su desenlace, se da cuenta de que el misterio de los dos asesinatos nunca fue un fin, sino el envoltorio de una historia sobre represión y redención, y sobre raíces clavadas tan profundas que bajo sus cicatrices la sangre sigue brotando.

El último episodio de Heridas abiertas se estrena este lunes en HBO España.


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