viernes, abril 19, 2024

Crítica de ‘Mi Casa en París’: Portentosas interpretaciones de Kevin Kline, Maggie Smith y Kristin Scott Thomas

Las críticas de José F. Pérez Pertejo: 
Mi Casa en París

 

Israel Horovitz es ante todo un hombre de literatura y teatro. La autoría de más de 70 obras teatrales, muchas de las cuales llevadas por él mismo a los escenarios de Nueva York y de París (ciudades entre las cuales alterna su vida y su carrera teatral) atestiguan una fecunda y exitosa carrera. Su relación con el cine ha sido más tenue y hasta ahora se limitaba a las labores de guionista. Fresas y Sangre (Stuart Hagmann, 1970) o Sunshine (István Szabó, 1999) son probablemente los mayores hitos de su filmografía como escritor.
 
A sus 75 años, Horovitz ha decidido dar el salto a la dirección cinematográfica para abordar la traslación al cine de una de sus más celebradas piezas teatrales, My Old Lady, que en España se estrena con el título Mi Casa en París. (Un nuevo atentado en nuestro país al respeto por los títulos originales de las películas y de las obras literarias en las que se basan, y van…) 
 
Tras el envoltorio de un título amable y un cartel colorido que invita al optimismo y podría llevar al espectador no informado a pensar que va a ver la enésima comedia romántica con escenario en París, se esconde una obra densa y oscura que explora con enorme lucidez el rencor y la culpa como ingredientes esenciales de las relaciones humanas. 
 
Mathias Gold (Kevin Kline) es un neoyorkino en bancarrota que a la muerte de su padre, hereda una casa en París cuya propiedad se ve sometida a una particular cláusula (llamada viager) que le obliga a pagar una renta a la inquilina hasta su fallecimiento. La inquilina en cuestión, Mathilde Girard (Maggie Smith), tiene 92 años y una hija Chloé (Kristin Scott Thomas) que vive con ella. La llegada de Mathias a su parisina propiedad pondrá patas arriba la aparente placidez en la que viven madre e hija y abrirá primero el baúl de los recuerdos y posteriormente la caja de los truenos. 
 
Evidentemente, Horovitz se sirve de este planteamiento para elaborar una narración mucho más compleja con la que abordar temas de mayor enjundia. A medida que se van desempolvando los recuerdos del pasado y quedan al descubierto los confusos vínculos que unen entre sí al trío protagonista, el relato se hace cada vez más profundo y los personajes abordan sin tapujos sus miserias presentes y pasadas y los rencores con los que las alimentan.

Es difícil de ponderar hasta qué punto somos lo que recibimos en la infancia, el daño (a menudo irreparable) que unos padres pueden causar a sus hijos. Y no me estoy refiriendo a lo obvio, no estoy hablando de abusos, de maltrato físico ni siquiera de abandono. Horovitz habla en su película (en su obra teatral) de las lacerantes carencias afectivas, de la falta de amor como ingrediente básico de cualquier niñez que se precie de ser feliz, de cómo esa falta de amor (o de tiempo compartido entre padres e hijos) desemboca a menudo en inseguridad y falta de autoestima que en algunos casos supone una enorme dificultad para crear vínculos afectivos firmes en la edad adulta.

El plato fuerte de la película está compuesto por varias escenas vis a vis entre Kevin Kline y Maggie Smith o entre aquel y Kristin Scott Thomas; aquí es donde Israel Horovitz saca la artillería pesada y hace valer su gran oficio como director teatral para conseguir lo mejor de unos intérpretes magistrales que conmueven con veracidad y contención.

Kevin Kline (qué desaprovechado está este magnífico actor) utiliza con sabia moderación su conocida vis cómica para impregnar con ella su dolor y componer una interpretación llena de amargura y patetismo. En su personaje, Mathias, se sostiene la mayor carga de profundidad de los temas antes apuntados, su infancia, que parece haber borrado a golpe de alcohol, reverdece al calor de algunas fotografías y conversaciones con Mathilda que ponen algo de luz en su nebuloso pasado. 

Es imposible no rendirse ante Maggie Smith, una actriz que a sus ochenta años despliega una presencia fílmica (y escénica) tan portentosa, que le basta con un sutil gesto de su rostro o una palabra de su perfecta dicción para transmitir más que muchas actrices con aparatosos aspavientos o largos parlamentos. También, como Kline, está dotada de una divertidísima vis cómica, llena de socarronería, y también, como Kline, la emplea con sutilidad para dotar a su trabajo de un afilado sarcasmo (no tan notorio como el que derrocha en Downton Abbey) que aligera agradeciblemente la carga dramática de la película.

El papel de Kristin Scott Thomas es quizá el menos desarrollado en el guion, pero esta actriz todoterreno (tan desaprovechada como Kline) hace valer algunas de sus mayores virtudes como intérprete para crear un personaje magnético. No conozco a ninguna actriz que sepa como Scott Thomas resultar al mismo tiempo distante y sensual, fría y apasionada (algunos reconocen esta virtud en Catherine Deneuve, pero a mí siempre me ha resultado insoportablemente gélida).

Acompañan al trío protagonista, intérpretes de la talla de Dominique Pinon (Delicatessen), Noémie Lvovsky (Camille Redouble) o Stéphane De Groodt (No Molestar) componiendo queribles personajes secundarios que ayudan a suavizar los intensos momentos entre los protagonistas, cosa que también ocurre con la delicada música de Mark Orton.

Como he anticipado, Horovitz lleva la dirección a su terreno y habrá quien le acuse de resultar demasiado teatral. Es cierto que aunque maneja los interiores con maestría, su dirección en exteriores y su concepción fílmica en general adolece de pericia para que el conjunto no peque de cierto estatismo; pero como a mí me encanta el teatro, que sea otro el que tire la primera piedra.   

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