jueves, abril 25, 2024

Crítica de ‘Mr. Turner’: primero de todo está la luz

Las críticas de José F. Pérez Pertejo: 
Mr. Turner

– ¿Cuál es la diferencia entre su modo de pintar un amanecer y un atardecer?
– Bueno, primero de todo está la luz…

Así comienza William Turner a responder la “inocente” pregunta que le formulan al comienzo de Mr. Turner, la última película hasta la fecha de Mike Leigh, que a sus 71 años realiza la obra más académica de su filmografía llevando a la pantalla la vida y obra de Joseph Mallord William Turner, uno de los pintores ingleses más reputados de la historia del arte.

De la fascinante y compleja relación entre el arte pictórico y el cinematográfico podría nacer el constante interés del cine por llevar a la pantalla a los grandes pintores de la historia del arte. Desde Rembrandt de Alexander Korda en 1936, la más antigua que recuerdo en este momento, hasta éste Mr. Turner de Mike Leigh podemos encontrar no menos de cincuenta películas que se han ocupado de la vida y obra de los grandes maestros de la pintura.

Algunas de estas películas han abordado de forma casi académica la dimensión artística del pintor en cuestión, tratando de explicar minuciosamente el origen de su técnica y estilo; otras por el contrario se centran en la naturaleza humana  y se sirven del medio cinematográfico para “escribir” una biografía al uso del artista sin que su condición de pintor la haga muy diferente a lo que habría sido en caso de ser músico, poeta o arquitecto.

Mike Leigh opta por el camino del medio y trata con bastante éxito de que a lo largo de sus 149 minutos la película no caiga de ninguno de los dos lados. Para ello, él mismo ha escrito un riguroso guión (supervisado por la historiadora del arte Jacqueline Riding) que a modo de pinceladas va desgranando episodios de los últimos 25 años de vida de William Turner. El problema, es que estas “pinceladas” muy propias para un formato pictórico, al transformarse en materia fílmica no terminan por amalgamarse adecuadamente y resultan en una sucesión de anécdotas con desigual interés. Así,  momentos tediosos se alternan con alguna “perla” que hará las delicias de los historiadores del arte, como la disputa entre Turner y su rival Constable en la Academia, los encuentros con John Ruskin, el público desprecio que la Reina Victoria hizo de una de sus obras o los momentos (sin duda lo mejor de la película) en los que el pintor encontraba las fuentes de inspiración que luego se convertirían en algunos de sus más celebres cuadros (el remolque del navío “El Temerario” por ejemplo).

En este guión un tanto deslavazado y sin un claro hilo argumental es donde radica la mayor dificultad para el espectador que durante gran parte de la película únicamente puede aferrarse a la experiencia estética de disfrutar de la preciosa banda sonora Gary Yershon, de la brillante y luminosa (como no podía ser de otra forma) fotografía de Dick Pope, del cuidado vestuario de Jacqueline Durran y de la apabullante dirección artística. Cuatro apartados que suponen las cuatro nominaciones al Óscar de la película. 
Pero si el espectador queda abocado a la deriva estética no es sólo por la falta de un hilo argumental si no especialmente por la (casi) imposibilidad de empatizar con el personaje principal. El William Turner que interpreta Timothy Spall (indudablemente en el papel de su vida) es un tipo huraño, hosco, taciturno y egoísta que a menudo se relaciona con los demás mediante gruñidos ininteligibles. A lo largo de su vida, únicamente su padre y una solitaria viuda que acompañará los últimos años de su vida fueron capaces de despertar su afecto, pues no me atrevo a calificar de afecto lo que alimentaba la turbia relación con su enfermiza doncella.

Esta personalidad sórdida, que tanto contrasta con la luminosidad de su obra se revela humana cuando Turner se siente empequeñecido por la grandiosidad de la desbocada naturaleza y de la cautivadora luz, motor fundamental de toda su obra; pero también ante los avances técnicos que transformaban la vieja Inglaterra georgiana en la que nació, en la Inglaterra victoriana que ya metida en el siglo XIX caminaba hacia la modernidad. Tenemos por tanto “momentos” que nos muestran el efecto que en Turner causó el ferrocarril, la enorme seducción que despertó en él la fotografía o la fascinación que le produjo, ya cercana su muerte, visitar la construcción del Crystal Palace para la Gran Exposición de 1851.

Mr. Turner añade un título más a las listas de películas sobre pintores; la excelente concepción estética de la película y la poderosa interpretación de Timothy Spall la harán perdurar, pero un oportuno recorte de metraje dejándola en dos horas habría hecho mucho bien a un film que termina por hacerse largo y pesado.

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