viernes, marzo 29, 2024

Crítica de ‘Átame’: Amor correspondido a la fuerza

Las críticas de Carlos Cuesta: Átame

En nuestro ciclo en el que repasamos la filmografía de Pedro Almodóvar desde su último estreno hasta sus inicios hemos podido comprobar que se trata de una criatura cuyas partes (sus títulos) tienen una compleja vinculación entre sí. Si entendemos sus obra como un todo relacionado y en evolución, un ser vivo, podemos decir que al llegar a Átame le hemos despojado de su piel, que en este caso podríamos identificar en gran medida con la depuración formal y la pretensión de trascendencia artística. En esta etapa de su cine ya podemos ver directamente el músculo que anima su trabajo y todavía podremos descender un escalón más hacia la esencia más desbocada y primitiva de esta apasionada trayectoria, pero aún no es el momento.

Átame camina entre el drama y la comedia aunque prevalece en ella el descaro de un espíritu lúdico y gamberro. En esta trama Antonio Banderas (Ricky) interpreta a un joven con problemas mentales encaprichado de una actriz porno con la que se acostó en una ocasión. Nada más salir de la institución donde estaba siendo tratado se presenta ante ella y la secuestra con el objetivo de convencerla de que sea su esposa. Ella (Victoria Abril) pretende escaparse de este tipo tozudo y agresivo pero al final se debatirá entre la lógica y el impulso de abandonarse a las pretensiones de la violenta pero incondicional devoción de su raptor.

Las motivaciones, la temática y los personajes de Átame se mezclan en nuestra cabeza con la de otros títulos de Almodóvar como los elementos de un sueño en el que nos parece reconocer en un personaje las cualidades, el rostro o el nombre de otro. La fascinación casi fetichista que poseyó al personaje de Liberto Rabal en Carne Trémula la encarna Antonio Banderas (con más naturalidad y oficio) en un papel que nos recuerda la mentalidad también inestable (y mucho más maligna) de su personaje Robert Ledgard en La piel que habito, un sociópata que trataba a otra mujer secuestrada con el mismo tono condescendiente, como si la persona retenida fuera un niño maleducado que no accediera a unas malsanas pretensiones que se plantean como si respondieran a la lógica.

Por si fuera poca coincidencia, tanto en Carne trémula como en Átame el protagonista quiere anteponer su ímpetu amoroso a cualquier otra circunstancia y en ambos casos la mujer es amada o codiciada por un hombre en silla de ruedas que difícilmente puede competir con la fogosidad ciega del otro varón, o frenarla. En el caso de Carne trémula Javier Bardem interpreta al marido parapléjico de esa mujer deseada, mientras que en Átame un deslenguado Francisco Rabal (qué curioso que padre e hijo se entremezclen en este juego que presupongo) se mete en la piel de un director de cine en silla de ruedas que no se rinde a la hora de conquistar a la actriz cuando, de repente, ella es raptada por Ricky.

Las concomitancias con otros títulos de Almodóvar no terminan ahí porque podemos reconocer en la devoción de Ricky algo de la obsesión del cuidador de Hable con ella interpretado por Javier Cámara, un hombre dispuesto a forzar a la otra persona a que le ame, sin ninguna base más que el sentimiento irrenunciable de tener ese derecho, de que merece ser amados y correspondido en virtud de la intensidad de su elevada pasión.

Por sus emociones, por su conflicto, por su atmósfera tórrida manifestada con intensidad sobre todo a través de los temas musicales, Átame es dramática. Por todo lo demás es descoloque y humor, ejercicio satírico contra el periodismo torpe de los reporteros que esperan encontrar en los artistas a sus iguales aunque los encarecen con complejo de inferioridad; también es sucesión de diálogos inclasificables, rudos y groseros que tienen su cima en las frases sin filtro de un Francisco Rabal fabulosamente auténtico.

La historia gira en torno un director de cine con alma de sátiro, un violento desequilibrado mental y una actriz porno adicta a las drogas y su hermana, una agobiante productora (Loles León). Esto ya nos indica que los territorios marginales que acostumbra el guionista y director son los que pisan unos personajes incapaces de tomar caminos menos problemáticos a la hora de encontrar a sus iguales o de ubicarse en un lugar al que pertenecer. Este alocado «Dios los cría y ellos se juntan», desemboca en una disparatada conclusión en el que triunfan el espíritu de comprensión y el síndrome de Estocolmo. En ese punto y final, el origen, el pueblo, las raíces, son factores que intervienen en el carácter de estos sujetos inadaptados como una influencia sanadora frente a la locura del postureo urbano.

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