jueves, marzo 28, 2024

Crítica de ‘Verano 1993’: Lloramos cuando podemos, no cuando queremos

Las críticas de José F. Pérez Pertejo: Verano 1993 (Estiu 1993)

La infancia es ese territorio de la memoria al que todos estamos condenados a volver alguna que otra vez a lo largo de nuestra vida adulta, lo que fuimos, lo que vivimos y lo que sentimos siendo niños marca irremediablemente nuestra personalidad, nuestro carácter y nuestra forma de afrontar aquello que nos toca vivir. Y no estoy hablando de un determinismo del que no sea posible escapar, una infancia difícil no conduce necesariamente a una vida adulta desdichada del mismo modo que una infancia feliz no garantiza la felicidad de por vida, pero la sombra del niño que fuimos planea sobre nuestros recuerdos y, acaso inconscientemente, nos conduce en muchas de las decisiones que condicionan nuestra existencia.

Son muchos los escritores y, en su versión cinematográfica, guionistas que han saldado cuentas con su infancia, particularmente en sus óperas primas, como si fuera una necesidad de exorcizarse de los demonios personales o de sacar de lo más íntimo de sus entrañas el material con el que realizar su primera película. A pesar de los muchos ejemplos me resulta inevitable remitirme siempre a Los cuatrocientos golpes, esa maravillosa película con la que François Truffaut realizó una de las más conmovedoras y auténticas miradas a la infancia personal que jamás se han filmado.

La directora Carla Simón debuta con Verano 1993 en la dirección de largometrajes, tras una amplia trayectoria como realizadora de cortometrajes y vídeos experimentales, con una visita a su propia infancia a través del personaje de una niña de seis años llamada Frida que, a su corta edad, tiene que afrontar la muerte de su madre y el proceso de adaptación a su nueva familia de adopción que no son otros que sus tíos y su pequeña prima durante el verano de 1993 que da título a la película.

La idea de la pérdida sobrevuela todo el metraje sin hacerse evidente ni explícito en ningún momento, Carla Simón opta por el pudor, la delicadeza y la limpieza en una puesta en escena que en todo momento huye de los recursos con que el cine acostumbra a tratar estos temas. No hay uso de música no diegética para crear una emotividad artificial ni grandes movimientos de cámara para subrayar gestos, palabras ni emociones. Todo es sutil en esta película de construcción aparentemente sencilla pero sustentada en un sincero trenzado de emociones por encima de las cuales se apoya la pulsión más intensa que mueve a cualquier niño durante toda su infancia: la necesidad de ser y sentirse querido.

Pero hay otra idea que comparte con la pérdida el tronco temático del film y no es otra que la de reorientar la vida, y aquí, en este cambio de roles que sufren (casi) todos los personajes, el protagonismo de Laia Artigas como Frida se desplaza al resto del elenco de actores, fundamentalmente a Bruna Cusí y David Verdaguer que pasan, a lo largo del verano de 1993, de ser los tíos a ser los padres de Frida y la pequeña Paula Robles de ser su prima a ser su hermana.

Verano 1993 supone un honesto retrato de situaciones que, al margen de las diferentes vivencias de cada uno, podrían encajar en la infancia de casi cualquiera. Esas conversaciones espiadas a los mayores en las que no se entienden todas las palabras que escuchas escondido a hurtadillas detrás de una puerta o al pie de una ventana. O el dolor que causan las palabras (impertinentes) de esos adultos desabridos que hablan de ti, delante de ti, como si no estuvieras allí, como si fueras sordo, como si no entendieras, como si no te hiriera su cínica lástima. O esa inculcación de la religión como una suerte de superstición en la se veneran imágenes y la oración, más que una comunicación con Dios, es la repetición mecánica de palabras cuyo verdadero sentido se desconoce o no se entiende.

Se respira cierto aire del cine de Rohmer en este naturalismo de la montaña catalana en la que Simón sitúa su verano para dibujar sobre el rostro de Laia Artigas, el autorretrato de lo que fue su infancia a través de los fragmentarios recuerdos que colecciona en forma de guion. Y precisamente en este carácter fragmentario radica la única debilidad del film y es que a falta de una línea argumental, la película cae en algunos momentos en una sucesión de anécdotas y de recuerdos aislados que a pesar de ser contados con la admirable contención emocional ya destacada líneas más arriba y con un particular sentido del humor, puede distanciar a algún espectador deseoso de un discurso más continuo.

Excepcional reparto con un gran trabajo de Bruna Cusí y David Verdaguer en el territorio adulto pero fundamentalmente apoyado en el asombroso casting de niñas que encontró en las pequeñas Paula Robles y Laia Artigas dos diamantes sobre los que tallar secuencia a secuencia este film sencillo y emotivo que a su sobresaliente cosecha de premios en Berlín, Málaga, Buenos Aires, Estambúl, Tubinga y Odesa une ahora la condición de ser la película seleccionada por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España para ser representada en los Óscar de Hollywood en la categoría de mejor película en habla no inglesa, que en este caso es la lengua catalana.

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