viernes, marzo 29, 2024

Crítica de ‘Tarde para la ira’: Ha nacido un director de cine

Las críticas de José F. Pérez Pertejo: 
Tarde para la ira

 

Perdónenme el símil futbolístico en estos tiempos en los que el fútbol está tan mal visto en los ambientes culturales, pero siempre he encontrado ciertas similitudes (y alguna diferencia) entre el salto que algunos futbolistas dan, una vez finalizada su carrera, a convertirse en entrenadores con el salto que muchos actores de cine (y de teatro) dan a la dirección cinematográfica (y teatral). No es una llamada que sientan todos los futbolistas como tampoco les ocurre a todos los intérpretes y ha quedado sobradamente demostrado que ser un buen futbolista (incluso muy bueno) no garantiza convertirse en un buen entrenador. Ni lo contario.
 
En el mundo del cine ocurre exactamente lo mismo aunque no sea necesario abandonar la interpretación para dirigir (ahí la principal diferencia). Existen grandes actores que no han conseguido hacer carrera en la dirección a pesar de infructuosos intentos y algún actor normal o mediocre (sí, estoy pensando en Ben Affleck) que ha demostrado un excelente talento como director.
 
Raúl Arévalo siempre me ha parecido un buen actor. Probablemente nunca le he encontrado tan excelente como en La isla mínima pero siempre me he creído todo lo que hacía. Me resulta igualmente veraz haciendo comedia (incluso alocada) que en papeles introvertidos y atormentados. Siempre consigue crear personajes que trascienden su persona y ha huido del encasillamiento demostrando una versatilidad poco frecuente en el cine español (y si me apuran en el mundial).
 
Y fíjense por donde, Raúl Arévalo (del que aunque al parecer siempre ha querido ser director solo conocíamos su faceta interpretativa) ha pegado, con su ópera prima, un auténtico puñetazo en la mesa del cine patrio. Tarde para la ira no parece en ningún momento una primera película, Arévalo evita con lucidez y habilidad todos los tics que suelen cometer los directores en sus debuts. No hay ensimismamientos estilísticos, no hay planos caprichosos, no hay deudas pendientes que pague con ningún compañero de profesión en forma de cameos innecesarios y no hay un aroma autobiográfico que empuje al espectador a la empatía facilona. Tarde para la ira es una película recia, adusta, seca, áspera al ojo y con un ritmo endiablado que mantiene al espectador pegado a la butaca durante hora y media sin dejarle un solo respiro para mirar el reloj o pensar en qué va a hacer al salir del cine.
 
Y ese ritmo, y aquí es donde radica el gran mérito de Arévalo, no está conseguido a base de persecuciones (que las hay) ni mediante una música trepidante (todo lo contrario). El ritmo está conseguido a golpe de narración; narración escrita mediante un guion brillante y narración fílmica con un acertado montaje. No hay una frase de más. No hay un plano de más. La película dura noventa minutos (la brevedad, otra virtud en desuso) porque no hay tiempos muertos ni digresiones. Los personajes son presentados con eficacia durante el primer tramo de película y a partir de ahí, Raúl Arévalo elimina todo lo innecesario para contar la historia que nos quiere contar.
 
Imagino que a la mayoría de las personas se les ha pasado alguna vez por la cabeza la cuestión de cómo reaccionarían ante un golpe brutal de la vida, pero no de esos que son fruto de la enfermedad, de un accidente o de la pura mala suerte. No. Me refiero a aquellos en los que se puede poner cara a los culpables de la desgracia. A situaciones en las que unos desalmados  cercenan aquello sobre lo que uno ha construido su felicidad y sabe quiénes son. Y dónde están. Y cómo encontrarlos. ¿Perdón? ¿olvido y superación? ¿o venganza?. De este cuestionamiento parten Raúl Arévalo y su coguionista David Pulido para construir esta historia llevada a un bar de barrio en el que se dan cita una serie de personajes que valen más por lo que callan que por lo que dicen. No conviene desvelar la trama hablando del argumento. El guion administra la información de manera perfectamente medida, de tal forma que el espectador va sabiendo en cada momento lo que necesita saber. Algunos aspectos pueden resultar más previsibles que otros, pero precisamente en la evolución de los personajes ante lo que van descubriendo radica el gran mérito de la vibrante narración a la que antes hacía referencia.
 
El otro gran triunfo de la película es el reparto, sólido en los personajes secundarios (con un impresionante Manolo Solo en un pequeño papel) y brillante en el trío protagonista compuesto por un turbador Luis Callejo, una espléndida Ruth Díaz (merecidísimo premio de interpretación en la Sección Horizonte del Festival de Venecia) y un enorme (como siempre) Antonio de la Torre en la piel de ese hombre de furia (o ira) latente y contenida que mide milimétricamente cuándo, dónde y con quien la tiene que hacer estallar.
 
En los títulos de crédito Raúl Arévalo da las gracias a todos los directores con los que ha trabajado y de los que declara haber aprendido. Estoy convencido de que ha debido de ser un actor atento, pero no hay en su dirección huellas de nadie en concreto, ni siquiera de su primo Daniel Sánchez Arévalo con quien ha trabajado en todas sus películas. Apunta a un estilo propio y personal que merece continuación. Esperemos por el bien del cine que así sea.
 

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